María Teresa

10 0 0
                                    

María Teresa

Para ese día no tenía planes especiales. Ir a mi trabajo y regresar temprano, ver un poco de televisión y eso era todo. Las pequeñas correrías llenaban mi cotidianidad, eran simples detalles que se olvidaban pronto. Me desperté temprano y pensé que tendría tiempo para ver uno de los programas de la mañana. Entrevistaban a un candidato presidencial, pero también a María Teresa. Él era genérico, como un producto para el consumo indiferenciado. Ella era una gran cantante popular; yo coleccionaba sus discos. En esos días vi en el periódico que se iba a presentar en un teatro de Nueva York. Una vez la vi cuando entraba a un restaurante del Rosal; se notaba que iba a ser madre, el niño ahora debe estar muy grande. Pero las cosas no son como uno quiere, presentaron la sección política primero y a María Teresa la dejaron para después. Tuve que irme para no llegar tarde al trabajo.

Cuando salía del edificio compré el periódico, apenas vi los titulares y lo dejé para luego; lo leería al mediodía después del almuerzo. Todavía se hablaba de la reducción del consumo interno de petróleo y que las medidas de seis meses atrás no habían dado mucho resultado. No entendía esas medidas, todavía no las entiendo, hay como un misterio en esas cosas, algo que se desdibuja en conversaciones rápidas a la hora del café en cualquier esquina. Yo soy de los que se toma un cafecito todas las mañanas, me gusta salir de la oficina a eso de las nueve y media para ir a la lonchería y prestar atención a las opiniones de otros, me gusta ver cómo critican a todo el mundo. Es divertido, la gente disfruta una conversación y eso no tiene nada de malo; lo que no comprendo es que esa licencia sea considerada una pérdida de tiempo por quienes se apresuran para todo. Yo soy tranquilo, o al menos me gusta la tranquilidad, me gusta acercarme al balcón del apartamento y ver cómo en la madrugada la calle está en calma. Casi no pasa nadie y la brisa es tan fresca que dan ganas de quedarse ahí hasta la llegada de las multitudes.

Esa mañana el clima estaba muy bueno, mucho sol y una temperatura agradable. Cuando llegué al trabajo faltaban unos cinco minutos para las ocho, llegué temprano, me fui directo a mi escritorio. María Teresa, mi  bella amiga y compañera de trabajo, se acercó y me preguntó qué pensaba hacer; entonces le dije que no tenía nada especial, preparar unos informes y redactar una carta para un ministerio. Ella me dijo que se refería más bien a qué planeaba para después del trabajo, para las seis. Le dije que nada, que estaba libre. María Teresa me dijo que si ella pudiera se iría a la playa, a aprovechar que el día estaba tan iluminado. Yo siempre pensaba lo mismo cuando el día brillaba así, pero la verdad es que sabía que una cosa es lo que pensaba y otra lo que estaba dispuesto a hacer. Ni ella misma lo tomaba en serio, aunque la verdad es que era lo que provocaba.

Por fin María Teresa no me dijo nada, me quedé con la pregunta. Pensé que las mujeres son extrañas, empiezan a hablar de una cosa y después pasan a otra y para ellas como si nada. Me dejó con el misterio; pensé que a lo mejor otro día, más tranquila, me lo diría de la forma más natural. Pero yo me quedé con la curiosidad, nada más por saberlo, no había otra razón. Decidí llamarla, pero la línea estaba ocupada y pensé que mi amiga hablaba del tema con otra persona. En ese momento pasó cerca de mi Víctor, el mensajero de la oficina, con su eterno radio transistor. Estaba oyendo a «Francisco e' Paula Chirimoya», una canción muy popular; lo saludé y vi su rostro huidizo; a lo mejor pensó que le iba a asignar una tarea, pero yo solo le quería preguntar si María Teresa estaba en su oficina. Por fin cuando se lo pregunté me dijo: «Creo que sí, no estoy seguro». Marqué de nuevo el número, pero esta vez nadie tomó el teléfono. Pensé que me tendría que resignar. Sonreí para mí mismo con un aire burlón, pues era yo el que había inventado esa situación, seguramente no había nada especial. Víctor pasó de regreso y todavía seguía con su música. Esta vez el muchacho se había agregado al coro y me gustó el cuadro, ya que no son muchos los que pueden cantar mientras trabajan en una oficina. Víctor parecía un niño, aunque ya había pasado de los dieciocho, todos los empleados cuando nos dirigíamos a él tomábamos una actitud diferente, quizás por una especie de falsa condescendencia, pero en verdad era mil veces más cómodo hablar con Víctor que con cualquier otra persona en la oficina. Recuerdo una vez que estando en la cafetería me ofreció una empanada frente a uno de los jefes, yo no hallaba qué decir y él insistía: «No le dé pena, no le dé pena que a él también le gusta». Entonces imaginé a mi superior en una escena parecida frente al presidente del Instituto que tenía fama de ser invariablemente serio y distante. Pero esa vez el que hacía el ofrecimiento era yo. Le dije: «Coma, no olvide que hay mucha gente que quisiera tener esta empanada para alimentarse hoy». La tensión duró muy poco, mi jefe  la tomó y le dio un mordisco, luego se la dirigió al presidente y este tomó un bocado y definitivamente les gustó porque ese círculo se repitió hasta que la empanada desapareció. Con la improvisada comida también desaparecí yo.

Como los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora