Mal de amores

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Mal de amores

Ese día mi amigo Juvenal me llamó  para que fuera al cumpleaños de su esposa y juro que estaba dudoso; no sabía si asistir a la fiesta porque me sentía acongojado por la noticia de la partida de la Diosa. Ella era –y realmente es- una mujer de otro mundo que me conquistó hace muchos años con canciones y bailes. Cada vez que la veía actuar en la televisión me hacía una pregunta distinta sobre su ceremonial público y en particular quería explorar el impacto del paso del tiempo, no en su cuerpo, sino en su conciencia de heroína del espectáculo. Con respecto al cuerpo, todo era visible, su estética y   la atrevida precisión de sus coreografías; el enigma de su técnica crecía en su gestualidad y en la manera de dirigir su mirada hacia nosotros los espectadores. Los ritmos y trazados en el espacio doblegaban cada uno de los escenarios montados para su seducción. Yo, a pesar de mi timidez, no tenía problemas para incorporarme a la parafernalia que con cada segundo transcurrido se internaba en mi ramal más íntimo. Pero sí, su conciencia era lo que más me atraía, ya que pensaba que para hacer alarde de tanta soltura ante el público era necesario que ella estuviese por encima del bien y del mal, o que la Diosa hubiera llegado a la conclusión -bien fundada- de que esos conceptos no existían en realidad, sino que eran contenedores vacíos. Entonces ella hacía su aparición en cualquier circunstancia y elevada por sus bailarines lograba que todos, hasta los más renuentes, entraran al festejo.

La invitación estaba en el orden de las cosas porque ya teníamos un tiempo inusual sin la tradicional conversa. Era  deseable que retornáramos como otras veces a la ciudad compartida. En términos metafóricos, era que yo llegaba y Juvenal se iba; un designio cualquiera impedía la reunión. Esta vez el gran viaje de la diva estuvo a punto de producir el mismo resultado, pero tomé en cuenta que en ninguna ocasión ella dijo que nos olvidáramos de vivir. Todo lo contrario, nos incitaba a celebrar la amistad como fuerza cotidiana y perenne.

Nos sentamos en una mesa a comer. Era el momento de los hombres. Allí estaban David y Víctor, a quienes ya conocía porque habíamos coincidido en otras reuniones. También se sentó Manuel a quien había conocido en una reunión anterior, muy amigable, y esa vez nos comunicamos muy bien. Con Manuel ocurrió algo que me impactó y es que desde la primera conversación el tema constante fue una admiración compartida por el talento de los artistas. Los dos apreciábamos el gran regalo de los creadores; no tuvimos problema en reconocer que nos hubiera gustado ser como ellos. Me agradaba cuando veía a ese grupo de amigos hablar con tanto sentimiento de las aventuras del pasado; era como si estuvieran repasando estancias tan propicias que a pesar del tiempo transcurrido seguían nutriendo el presente. Algo los unía, y frente a ese nexo poderoso yo me sentía el nuevo que hacía su entrada a una sociedad constituida. 

Juvenal se refirió a mí como su amigo intelectual, es decir, como el único a quien no le gustaba ir a  fiestas.

Habló de nuevo de las circunstancias que nos acercaron unos cuatro años antes.

-Juvenal habla mucho de usted, le tiene un gran aprecio, yo diría que le tiene admiración –dijo Manuel que aprovechó para preguntarme si estaba bien con la bebida y me acercó una botella de ron.

David me hizo un guiño y soltó:

-Nuestro amigo Alejandro tiene su fiesta oculta.

-Apuesto que la próxima vez celebraremos en la casa de Alejandro. Anoten esto –dijo Víctor como si pretendiera darle continuidad a algo empezado.

Definitivamente existía una complicidad entre esos vándalos.

-Vamos a tener una buena oportunidad. Celebraremos que somos amigos –fue mi respuesta, con la cual me comprometí a ser ese futuro anfitrión.

Como los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora