Sentado en su camioneta, en medio de una fila de autos - casi como ganado camino al matadero -, Gabriel desempolvaba viejas memorias, mientras una mano tocaba el frío cristal, húmedo, producto de una suave brizna que abría las puertas a la primera lluvia en varios meses.
Fue en ese momento cuando llegó al rincón más enclaustrado del palacio de sus memorias; el que recopilaba sus encuentros con los... monstruos.
Recordaba la primera vez que había tenido contacto con las criaturas. Él era apenas un joven, con su nuevo empleo, como guardia de una de las nuevas estaciones del metro. Específicamente, una de las primeras estaciones de la línea 1. Él estaba tomando uno de sus primeros trabajos serios; hacer guardia durante las noches, mientras las estaciones se construían, durante el día. "Pan comido", pensó, en el primer momento que puso un pie en ese lugar. ¿Cuidar un lugar abandonado, donde ni una sola alma rondaba? ¿Acaso había una manera más sencilla de ganarse el salario?
Esa noche, le tocó vigilar la estación de conexión entre las líneas 1 y 3; entró a las 8 de la tarde, y aproximadamente, a las 10 y fracción, los obreros acabaron sus labores.
Amablemente, se despidió uno a uno mientras cruzaban por el umbral de la puerta. Cuando el último de ellos abandonó el recinto, rebuscó en el manojo de llaves, y se enclaustró en esa catedral a las sombras.
Linterna en mano, y con las pocas luces que ya estaban en condiciones de funcionar iluminándole, se adentró en la provisional caseta de guardias, que se hallaba en el espacio donde, próximamente, se ubicaría la boletería de la estación. Allí tenía un pequeño televisor, sobre una mesa - la cual se tambaleaba de un lado para el otro, ante el contacto con su superficie -, y un asiento. Su pequeño y humilde trono. Digno del rey del vacío. Propietario de todo lo que las sombras tocaban.
Se aplastó contra la silla, cogió un paquete de papas fritas que había comprado - junto a un montón de chatarra adjunta - antes de ingresar a su turno. Lo abrió, y conjunto al eco profundo y lejano que el envase hizo al abrirse, y el morder, masticar, lamer y tragar, que el proceso de ingestión conllevaba, el único sonido perceptible era el mudo chirrido y tenue parpadeo de alguna fuga eléctrica que se hallaba en el sistema - tres focos que apuntaban, dos hacia afuera, y uno hacia adentro de la caseta - de iluminación del lugar.
Cuando se comió la última papa frita, arrugó el paquete, lo lanzó erráticamente al basurero, solo para fallar miserablemente por varios metros. Levantando su perezoso trasero, y estirándose groseramente, emprendió rumbo hacia la orilla del papelero, recogió el papel, y lo lanzó de mala gana al interior. Dudoso miró al exterior de la caseta, y luego de casi cavilar durante 5 segundos, se dijo a sí mismo que, si le pagarían, al menos debía esforzarse - no mucho, pero lo suficiente para racionalizarse a sí mismo un pago por un trabajo honrado.
Se puso a caminar por el lugar, deambulando con la linterna en una mano, y la luma firmemente sujetaba, a un palmo sobre los hombros, solo para estar seguros; dudaba que algo fuese a pasar, pero como dicta el refrán, 'hombre precavido vale por dos'.
Caminó, lento y calmado, pues tenía aproximadamente 8 horas hasta el fin de su turno. Finalmente, luego de casi noventa minutos caminando, se acercó a la caseta, habiendo decidido que era momento de otro merecido descanso.
Encendió el televisor, y el resplandor blanco del monocromático aparato iluminó la pequeña sala de seguridad. De pronto se preguntó qué esperaba ver a esa hora. Prácticamente todos - escasos tres, pero todos los habilitados, al fin y al cabo - canales habían interrumpido hacía unos minutos sus transmisiones.
Resignado, apagó el artefacto, y cogió otro paquete de papas - esta vez junto a una salsa preparada que había traído desde su casa -, y comenzó a untarlas en él.
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Línea 3
HorrorLa reconstrucción de la abandonada Línea 3 del Metro, y la reanudación de las excavaciones, desenterrarán un misterio que estuvo encerrado en las entrañas de la tierra, durante casi 30 años.