Capítulo I: Profetas

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Comenzaron a sonar las cortinas metálicas y la gente se comenzó a oír en los locales.

En una banca, un bulto se levanta, y comienza a moverse lentamente, hasta tocar el piso.

Sobre el cálido pavimento de la ciudad, un vagabundo pasa sus días, viviendo de la escasa caridad que la urbe le entrega, y los extensos desechos que la selva de cemento le entrega.

En el barrio comercial le conocen como Pedro, "El profeta"; su barba alargada y descuidada, su mirada ajena, y su ropa desgastada le dan un toque inconfundible, y cuando los locatarios, sobre todo Rosa, la dueña de la carnicería, le ven, le saludan cariñosamente.

Le conocen como "el Profeta" por su hábito de recorrer las calles, mirada hacia abajo, indiferente sobre la posible colisión, susurrando versos ininteligibles, mientras hojea una libreta, su inseparable libreta, como en busca de una respuesta a sus súplicas.

El anciano está loco. Nadie sabe su historia; es una de esas que quedan perdidas no solo en el tiempo, sino que en la misma memoria de los protagonistas. De vez en cuando, Pedro consigue mantener su sensatez, y es posible mantener una conversación sencilla con él, pero apenas alguno de los cargadores más jóvenes, ignorantes sobre el tema, le preguntan de donde viene, el comienza a divagar en otros temas, y su cordura se desvanece nuevamente.

Todo lo que se sabe, es que apareció hace poco más de 20 años - pues llegó el año en que el hijo mayor de Rosa había nacido-, recostado en una banca, frente a la florería de don Juan, con nada más que una camisa, unos calzoncillos y un solo calcetín. Además, estaba cubierto de sangre, que brotaba de sus dedos meñique y anular, los cuales habían sido cercenados de raíz.

Los comerciantes le tomaron, y luego de suturar las heridas, le dieron un café caliente: su memoria, en ese momento, ya había sido bloqueada. Incluso su mismo nombre es una invención; este era el nombre del bebé recién nacido de Rosa.

Suavemente, se levanta de la banca donde por primera vez le hallaron.

Hoy se siente bien; su mente está clara.

Partirá el día, como siempre lo hace, yendo a saludar a la dueña de la carnicería. Luego de eso, se sienta en el portal de la galería que está junto a la verdulería de Claudio y su hijo, y junto a una lata recortada, mendiga hasta tener lo suficiente para comprar una colación pequeña en la completería del Cholo.

Luego de comer, saca su libreta, y con un lápiz mina, comienza a hacer pequeñas anotaciones en el borde de los dibujos confusos que hace en el centro de las hojas.

Finalmente, su día acaba cuando Raúl, el dueño de la ferretería, cierra sus puertas, y cuando Abdel, el cabrón del prostíbulo "Musas", abre las suyas.

En general, a pesar de un pasado ausente, la vida de Pedro era buena.

Esa noche, estaba intranquilo; algo le decía que debía mantener los ojos bien abiertos, y la boca bien cerrada. No porque las furcias y los galenos - nombre que le daba a las criaturas que le acechaban durante las noches - pudieran hallarlo, sino porque sentía que, algo grande, pesado, y profundamente negro se estaba preparando para abalanzarse sobre él.

Desde su banca, podía ver como la luna llena no solo lo observaba como un gran centinela pétreo y blancuzco, sino que reflejaba su rostro, lleno de turbaciones y miedo; era casi como que se estuviera burlando de él, remedando sus gestos y acrecentando sus emociones.

Esa noche, al igual que todos los días, las estrellas no deletreaban nombres hebreos y orientales en el firmamento, sino que estaban cubiertas de una oscura capa de negra grasitud, producida por las numerosas industrias que la zona atestaban. Esa noche, solo la luna vigilante y la sombra profunda, cual boca de lobo, eran sus acompañantes - quizás un término más apropiado fuera "carceleros" -, y nada ni nadie evitaría que ese ojo mirase, morboso, palpitante, mientras los galenos devoraban su carne y las furcias consumían su alma. Nadie podría oírle gritar.

Línea 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora