Se abrió la puerta, y una ráfaga de luz y viento ingresó, violentamente, a la casa, rompiendo su casi letárgico silencio; había estado tanto tiempo abandonada, que ella misma se había muerto. Se sentía el olor a podredumbre de las tablas de madera.
Hacía tanto tiempo que Gabriel no entraba por esa puerta, que, al poner un pie dentro, se sintió a sí mismo como un invasor - como si la oscuridad misma fuese ama y señora de ese abandonado edificio, y él, un intruso. Este sentir le recorrió, en forma de escalofrío, todo el cuerpo; esto sumado al hecho de que sus memorias, nuevamente, le llegaban, con cada golpe que su músculo cardiaco daba.
A cada paso, la escena que su cerebro armaba se volvía más nítida y clara. Cada segundo que pasaba, un martillazo se daba a lo lejos, rompiendo el bloque de hielo en que había encerrado sus temores.
Porque, todos, sin excepción, tenemos esa herida que no queremos recordar. Esa llaga que preferimos dejar sangrar, y aunque nos seca por dentro, el dolor de notarla es más grande que el de la piel ardiendo y amoratándose. Porque, sabemos que, pase lo que pase, llegará un momento en que dejaremos de sentir. Porque, en lo más profundo de nuestro corazón, esperamos que, cuando toda la sangre que este sacrificio a los dioses del olvido requiere sea entregada, nuestra carne se insensibilizará, y solo sentiremos el acusador cosquilleo que una extremidad dormida produce.
Él tenía ahí, en esa casa, escondido su dolor y miedo. ¿Cuántos años habían pasado desde que se había extirpado de ese lugar?, quizás 30 años. Incluso un poco más que eso.
Comenzó a recorrerla, como un amante primerizo recorre el cuerpo de su amada, lenta y delicadamente, cauteloso de no dar un paso en falso y desatar sobre sí mismo el caos.
Con el corazón agitado, y temeroso de lo que pudiera ocultarse entre estas paredes, se dirigió a la cocina.
Un anhelo masoquista le consumía en ese momento. Un deseo suicida, junto a una curiosidad sobre su propia historia, llenaba cada centímetro de su persona; el tiempo había diluido no los sentimientos, pero había vuelto borrosos los recuerdos. Aún hoy, casi a tres decenios de lo que le había dejado esa horrible herida - instintivamente su mano se posó sobre su pierna izquierda; cada segundo que pasaba en este lugar, el dolor se volvía más evidente y la pequeña fisura que bajo su pantalón se encontraba, se sentía viva, sangrante y cruda nuevamente-, le generaba una impotencia que le humedecía los ojos y le revolvía el estómago.
Al entrar por la puerta, se paró frente a frente con la ventana que daba al antejardín.
Allí estaba él, en el mesón de la cocina, junto al lavaplatos, rebanando unos tomates. La noche afuera, estaba oscura; era una noche de luna llena. Alcanzaba a verla, por sobre las casas de en frente, amarillenta y redonda.
Estaba preparando la cena, mientras Bárbara se terminaba de bañar; recién había llegado del trabajo. Él, por otra parte, se había quedado los últimos seis meses en casa; aún se encontraba recuperándose de su pierna, y el trabajo no abundaba por esos días.
Así que, en tanto su novia proveía, él mantenía el lugar limpio y ordenado, digno de llamarse hogar. No se sentía avergonzado de ser incapaz de llevar el pan a la mesa a su escasa familia, pues sabía que, de un momento a otro, la buena fortuna tocaría su puerta. Lo presentía.
A diferencia de esa noche, hoy, en el presente, el sol brillaba por la ventana. Sus manos ancianas y heladas, apoyadas en el polvoriento mesón, agradecen el calor que el astro creador les entregaba.
Se volteó, y caminó hacia el espacio vacío donde había estado la estufa, cocinando un par de pechugas de pollo, aparentemente, hace siglos. Solo las cañerías del gas se encontraban ahí; de la cocina, una triste silueta, marcada en el suelo con polvo sobre polvo, señalaba el lugar donde se encontraba en ese momento el aparato.
ESTÁS LEYENDO
Línea 3
HorrorLa reconstrucción de la abandonada Línea 3 del Metro, y la reanudación de las excavaciones, desenterrarán un misterio que estuvo encerrado en las entrañas de la tierra, durante casi 30 años.