El sol se ocultaba, sus rayos atravesaban las nubes grises que anunciaban que se avecinaba una tormenta. El aire se sentía pesado, las calles estaban vacías.
La lluvia llegó al caer la noche.
Un escalofrío recorrió la espalda de aquella mujer, dos golpes a la puerta principal la sacaron de su ensueño. Con la taza de café en una mano, abrió la puerta.
Y deseó nunca haberlo hecho.
La taza se estrelló contra el piso, las palabras de aquel hombre quedaron en el aire. Dijo que encontraron el cuerpo sin vida de su joven hija, que el alcohol en su sangre hizo mayor al impacto de su cuerpo contra el automóvil.
Ella se negó a creerlo; era imposible. Debía ser un error, su hija dormía en casa de su amiga. El policía sacó de una bolsa el teléfono de la chica, con la pantalla rota y la música aún sonando por los audífonos.
La verdad le dolía, pero negarla no serviría, sólo le quedaba afrontarla, era inefable. Su hija estaba viva hacía minutos. El policía seguía hablando, pero ella ya no podía oírle, su pulso se aceleraba, sus ojos ardían. No había notado que la lluvia la había mojado, no quería creer lo que oía, había perdido a su única hija.
A medianoche todos estaban enterados, todos excepto una persona.
Él.
Cuando despertó, tenía más de diez llamadas perdidas. Los restos de un vaso roto descansaban sobre el suelo. Cuando despertó y vio las cosas de Gabrielle en su habitación, pensó en que no había sabido nada de ella desde que se fue, intentó llamarla toda la noche pero no contestaba.
Seguro seguía molesta.
Volvió a llamar, pero nadie respondió.
Tecleó que le disculpara, que la quería, que necesitaba hablar con ella. Subió las cosas al auto y se dirigió a su casa. Entonces notó la patrulla estacionada fuera, las personas alrededor. La figura de Claire se acercaba lentamente a su automóvil.
—Qué haces acá.
Él no supo qué responder, sus ojos azules estaban rojizos e hinchados.
—Vengo por Gabrielle.
La chica hizo una mueca, las palabras a penas salieron de su boca,
—Está muerta.
Culpa.
Todo lo que podía sentir era la culpa apuñalándolo por la espalda
—Imposible —rió —, estuve con ella ayer.
—¿No lo entiendes aún?, tenía alcohol en las venas, un auto la mató y fue tu error —murmuró —. Nuestro error...
—¿Cómo lo sabes? —Claire no respondió, porque si lo hacía iba a llorar y no quería volver a hacerlo.
La culpa lo estaba matando, pensaba en los rizos anaranjados de Gabrielle, en las escasas pecas que se repartían por su nariz y bajo sus ojos. Subió al auto y se fue, se perdió, le pidió a ella una segunda oportunidad que nunca llegará.
Y los meses pasaban, la puerta de su habitación estaba cerrada. Llevaba así un buen tiempo. El frío se apoderaba del cuerpo de su madre, la angustia de no tener a su hija cerca hacía que no pudiera dormir. Desearía haberse despedido. Las dosis de medicamentos aumentaban, desearía volver atrás, desearía haber entendido a su hija.
El lugar vacío en el salón se sentía, él no había vuelto desde aquel viernes, no se sabía de su paradero. Ni si quiera sus padres tenían idea. Se rumoreaba lo peor.
Nadie olvidaba lo que sucedió aquel Agosto, pero ya no se comentaba, las cosas siguieron su curso, el mundo siguió adelante. Aunque la ausencia de Gabrielle haya dejado cenizas, el fuego se extinguió.
Su alma se perdió bajo la lluvia, el recuerdo de ella seguía presente, pero era efímero.
Y cuando el invierno llegase otra vez, ya nadie recordaría a aquella chica, porque no valdría la pena continuar aferrándose a algo que no volverá.
