Prólogo.

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Una noche de diciembre, en algún lugar de la ciudad.

Allí, sobre aquella pequeña poltrona de un ligero color grisáceo, reposaba uno de los mejores policías que pudo haber tenido la ciudad de Los Ángeles.

Ágil, fuerte, audaz, eran sus cualidades representativas, pero que posterior al accidente, ya no eran las más adecuadas para identificarlo. Pese a que no le gustaba admitirlo, a veces no podía dejar de pensar en lo sucedido. Sí, se había comprometido a proteger su nación y cualquier ciudadano que habitara en ella, a cualquier costo, pero ¿el empleo de la violencia era necesario? y de no ser así ¿alguna vez conseguiría olvidarlo?

Se mantenía en silencio, pensativo, deleitándose con el delicioso sabor de su café caliente, y observando la belleza de la ilustre luna, que le sonreía a través de la ventana. Lo envolvía un ambiente melancólico; minutos antes, había concluido su carta de despedida, donde también dejó plasmado un nuevo detalle para su testamento. Ya no podía consultarlo con su abogado, pues era muy probable que dedujera lo que más tarde ocurriría, y no estaba entre sus planes permitirse ese lujo, era algo que llevaba mucho tiempo anhelando, y ya nada, ni nadie, lograría hacerlo cambiar de opinión.

La frialdad de la noche era abrumadora. Una leve brisa fresca soplaba vigorosamente, haciendo danzar su copioso cabello teñido de canas, entre las cuales se asomaban rastros de un tenue color cobrizo. Saboreaba cada sorbo de café con los ojos cerrados, ocultando el encanto de su tonalidad azul, y toda la experciencia y sabiduría que existía detrás de sus arrugas.

Algunos mechones de cabello le dificultaban la visión, así que con mucha delicadeza, retiró algunas hebras blancas de su rostro, para así poder observar la hora en el reloj que yacía sobre la imperceptible mesita en el salón de sus aposentos.

Faltaban diez minutos para la medianoche.

Ya estaba preparado para lo que sucedería, pero los recuerdos lo entristecieron cuando se percató de que allí, junto al reloj, descansaba una antigua fotografía de su hija, y por primera vez en todo el día, los delgados y gastados labios del hombre, formaron una sonrisa genuina y nostálgica.

El retrato tenía un aire aniñado y alegre, sin duda muy alejado de la actualidad. La pequeña tenía una larga melena castaña, recogida en una coleta, grandes ojos cristalinos escondidos detrás un amplio flequillo que le cubría la frente, labios sutilmente pintados de rojo, y regordetas mejillas cubiertas con un mínimo colorete. Lucía un bonito vestido, adornado con muchas flores, y unos altos botines negros, en aquel entonces, sus favoritos.

Parecía una princesa, su princesa, y lo angustiaba la idea de no poder despedirse de ella, no poder decirle mirándola a los ojos, lo mucho que la amaba.

Cinco minutos.

Suspiró, y tratando de no hacer mucho esfuerzo, sacó la pistola del bolsillo del chaleco que portaba, para luego colocarla despacio sobre la mesa.

Tres minutos.

Lentamente se levantó, y luego de agarrar el bastón que lo acompañó durante tanto tiempo, lo arrojó con toda su fuerza posible, contra la gran ventana, haciendo que los trozos de vidrio que la conformaban, cayeran en pedazos sobre el suelo de mármol.

Dos minutos.

Ahora acomodado una vez más en el respaldo acolchado de la poltrona, se estremeció al sentir la frigidez del revólver, justo en su frente.

Un minuto.

Cerró los ojos, negándose a marcharse preso del pánico, y se enfocó en los buenos momentos: con su esposa, su hija, todos sus méritos ejerciendo la difícil labor de un policía..

Medianoche.

En la soledad de esa acogedora morada, resonó un disparo, y aquel añejo policía de grandes sentimientos, simplemente dejó de existir.

 Inesperada Realidad ❍Donde viven las historias. Descúbrelo ahora