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Nada en mi vida fue más difícil que decirlo en voz alta por primera vez: -Mamá está muerta- anuncié colgando el teléfono de línea que creía que nunca más iba a usar. Busqué sus ojos intentando hallar una gota de compasión, pero Norris, la gata del vecino que se escapaba tanto a mi casa que ambos terminamos aceptando como mía, ni siquiera me dedicó un maullido. Tal vez esa era su forma de respeto, un minuto de silencio por la yaya.

Me senté, pensando en darle el tiempo que necesitara mi cuerpo para acostumbrarse a la información que acababa de recibir, solo para descubrir que no lo quería: la silla se sentía incómoda, rugosa, me disparaba hacia arriba, hacia las llaves, mi campera, y la calle. Nunca había caminado tan rápido, como si quisiera comprobar que efectivamente no iba a poder gritarme nunca más sobre cómo había hecho para tardar tanto si solo vivía a veinte minutos en colectivo. No sé si fue justamente por eso o porque no estaba con ánimos de hablarle a nadie que decidí caminar las cuadras que nos separaban.

Llegué demasiado tarde, o tal vez en el momento justo, cuando las puertas de la ambulancia se cerraban en mis narices y los paramédicos parecían ya hartos de esperar a alguien que aparentaba no tener interés en llegar. Me ofrecieron verla, y sin pensarlo dije que no, gracias, prefiero  recordarla con vida. No sabía si eso era mentira o no, pero de todas maneras tendría que enfrentarla en el funeral a cajón abierto que mis hermanas demandarían cuando volvieran de la parte del mundo donde sea que se encontrasen. Subí las escaleras de dos en dos, como solía hacer cuando vivía ahí, y me tomé el tiempo para recorrer cada parte del pequeño departamento en el que nos había criado con el amor más riguroso que cualquier fábula haya conocido. El piano seguía en el medio del living: nunca habíamos logrado reunir la fuerza y la energía correcta para ponerlo contra una pared. Recordé cómo solíamos usarlo para generar una especie de habitación donde escondíamos nuestros más íntimos -y generalmente dolorosos- en los que se necesitaba una soledad que en una casa de cinco es difícil conseguir. Había un pacto tácito: si estabas atrás del piano, en el sillón que agregamos una vez que encontramos el potencial del pequeño hueco, llorando, nadie tenía derecho a preguntar qué pasaba. Nuestras cuchetas seguían igual que siempre, tendidas perezosamente, como las había dejado cada uno de nosotros antes de irse a su nueva casa, y la cama matrimonial mantenía marcada su forma, en diagonal, porque según ella "si voy a ser la madre y padre lo mínimo que puedo tener es una cama entera para mi sola". Eventualmente le trajo problemas de espalda, pero nunca admitió que esa fuera la razón. Dejé mi mente divagar mientras agarraba el secador de piso para encargarme del baño: al menos había podido darse una última ducha de agua fría, como nos habíamos acostumbrado a la falta frecuente de agua caliente, antes de morir.

Ser el cuarto hijo implica no solo que la situación que se llama ideal es que todos mueran antes que vos, sino que ya es la cuarta vez que escuchan a alguien hablar por primera vez. Ya no hay esa emoción ingenua frente al porvenir, esa extraña mezcla de adrenalina y miedo que, según me han dicho se apodera de los padres primerizos, creyendo a sus hijos posibles de todo. Ya han sido decepcionados y encantados de casi todas las maneras imaginables, y es casi imposible generarles una nueva situación para la que no tengan una respuesta automática. Uno de mis mayores miedos, que acababa de cumplirse, era no tener tiempo de redimirme. 

La adolescencia es un tiempo difícil: sentimos mucho o muy poco; nuestros cuerpos ya parecen el de otro; somos demasiado grandes para algunas cosas que nos encantaban, demasiado chicos para las nuevas que queremos probar;  no se nos puede culpar por de vez en cuando tratar un poco mal al otro solo porque se sentó demasiado cerca o decir alguna que otra cosa que no creemos realmente pero que sabemos que dará en el blanco. Nadie nos entiende, o nosotros no entendemos a nadie. El caso es que no hay mayor contrincante que nuestros progenitores. Cada momento de coincidencia es un escenario de posible guerra sangrienta, sin importar quién tiene la razón o qué argumentos son mejores: es a todo o nada. Es más que lógico que todo termine dificultando la convivencia y la relación en sí: que no los querés más, que ojalá fueras huérfano, que ya me quiero ir de esta casa. Yo, con mis veinte años, me pude ir de esa casa, dejando mi cama desordenada para dar un corte con la tradición, y dando el portazo más sentido de mi corta vida. Pero lo hice creyendo -intentando creer- de que todavía había tiempo para que yo, para que ella, creciéramos y pudiéramos amigarnos y disfrutar de nuestra compañía una vez que no fuera mandatoria. Lo había visto con cada una de mis hermanas, cuando dejaban el estatus de hija a cuidar. Se notaba en la mirada: la expresión cambiaba completamente. El ceño dejaba de arrugarse por enojo, los labios no temblaban de la angustia, sólo había comprensión y acuerdo en un "¿viste que difícil es la vida?". Pero por supuesto que a mí eso no me iba a tocar, como nunca me tocó viajar adelante en el auto, o elegir qué ver en la tele. Como cuarto hijo, hay derechos que ya vienen negados de fábrica.

A quién le importa lo que yo digaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora