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Harry

Cuando nuestras manos cayeron juntas, fue el momento en el que me di cuenta de que nuestros dedos estaban cerca, entrelazados.

Se sentía cálido, se sentía bonito.

Notaba como su pierna se movía sin parar, se encontraba nervioso y quería regalarle la calma que no parecía tener ni un minuto al día. 

A veces sentía que me fijaba demasiado en él. 

En su manera de andar, en su ropa, en la sonrisa socarrona que sacaba a la luz y que, ponía en las fotos que serían después enmarcadas en marcos de plata y puestas a la vista de todo el que pasara por la gran vitrina de trofeos.

Esa maldita vitrina que opacaba los demás premios y cosas importantes, cosas tan importantes como la salud y el bienestar de los jugadores. 

Porque eran explotados por el entrenador, machacados a conciencia y tirados al vacío con desprecio. Sin fijarse en donde caían, porque eso daba igual.

Porque desde mi esquina, desde donde nadie me veía, contemplaba como caían poco a poco por el cansancio: los moratones de sus piernas, el sudor traspasando sus camisetas, sus ojos cegados por el estrés. 

Y tardé en descubrirlo. Al principio solo iba a ver jugar a Louis, porque sentía que estábamos más cerca. Pobre de mí. Pero luego, con el paso de los días, me empecé a dar cuenta de que ellos no se sentían bien. 

Se tiraban horas corriendo alrededor de la gran pista, donde en días de juego, los gritos eufóricos no faltaban y el olor a palomitas era irremediable, con las piernas cada vez más cansadas y entumecidas. 

Y podría ir y preguntarles por qué no paraban a descansar, pero sabía que no me lo dirían porque no podían. Lo sabía, bueno, lo escuché.

Y siempre supe que está mal escuchar conversaciones en las que no estás incluido, pero en realidad fue sin querer. 

Esa tarde mi cabeza no dejaba de darle vueltas a cómo se veían los jugadores, en por qué parecían tan cansados ya al inicio del entrenamiento y por qué no parecían felices al recibir ánimos de parte del público como los jugadores del canal 47, de la tele por cable, que tenía mi abuela. 

Las pequeñas piedrecitas del camino chocaban contra las Converse que ese día llevaba; tenían las suelas desgastadas y los cordones sucios de correr bajo de la lluvia, pero eso siempre me dio igual. 

Creo que esas Converse siempre me hicieron ser más yo de lo que lo he intentado por mí mismo.

Me dispuse a cruzar el pequeño paso de cebra que hay en la acera del instituto, el paraguas negro protegiendo mi cuerpo de la lluvia. Pero mis pasos se frenaron cuando escuché sollozos y lamentaciones. Me di la vuelta y en el banco de enfrente, se encontraba Michael.

Michael siempre ha sido de los que decían que llorar era de niñas. 

De los que meten alcohol en fiestas de graduación y lanzan rollos de papel higiénico a las casas de los profesores y las profesoras cuando junio empieza a asomarse.

Michael siempre ha estado enamorado de Mindy, y Mindy perdidamente enamorada de él. 

En realidad, creo que Mindy le trajo a Michael la madurez y seguridad que aunque parecía no necesitar, necesitaba. Ella es todo lo contrario a él, y es por eso que se complementan.

Es organizada y estudiosa, y alguna vez me ha ayudado a alzar la voz con temas que no se podían pasar de largo, como el de Phoebe, a la que insultaban por su físico.

Fue precioso como nos unimos varias chicas y yo para ayudarla contra los acosadores y acosadoras, y aunque me hubiera gustado tener amistad con aquellas chicas, junto a las que defendí a Phoebe, nunca me he atrevido a juntarme con ellas y hablar.

Over AgainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora