Navegando por el océano agitado de Van Gard, Alexis y yo nos dirigíamos a Amilivia, el desierto del viento. Estar tan cerca de casa me hacía estremecer y esos días me invadió la melancolía, turbada un poco por el díctamo y el alcohol. Y no sólo por eso, sino porque Alexis estaba raro. Cada tarde bajaba a los dormitorios y se cerraba con llave. Al cabo de un rato, subía a cubierta, con una sonrisa sombría. Y lo más duro era que seguía callado, sin contestar a mis preguntas, ni a mis lamentos, ni siquiera a mis suspiros o suplicas… esos días me familiarice mucho con un gato que vivía en la gran despensa de la carabela. Se había metido en una caja llena de patatas que iban directas a nuestro barco antes de que este zarpara de Luce, y la tripulación lo quería en bandeja porque robaba la pesca de los marineros. Yo lo defendí porque me hacía compañía y me ofrecí a darle de mi plato pero, sinceramente, tampoco me pareció que su carne fuera muy sabrosa, era un saco de huesos.
-¿Os parece saludable? ¿Qué queréis? ¿Llegar a puerto con la peste?- dije en esa ocasión. Eso les hizo callar a todos y, des de ese día, le levo los restos de mi comida. Mientras come, yo le acaricio la cabeza y le hablo de mis problemas cual confidente: lo de la proximidad a mi hogar, el cambio que Alexis había sufrido... Algo había pasado, ya no era el mismo y yo no sabía la causa. Y eso me irritaba cada día más. Él me contestaba con un ronroneo de satisfacción mientras rodeaba una de mis piernas con su fina y descuidada cola.
Una noche, mientras Alexis me cambiaba el vendaje y me arropaba como de costumbre, estallé. Ya no podía aguantar más su silencio, y dudaba que el gato aguantara más mis quejas, por mucha comida que le llevara. Así que, harta hasta arriba de alcohol que me habían subministrado para el dolor, decidí preguntar al fin.
-¿Alexis, que ocurre? ¿Por qué no me hablas?- le pregunte con un tono de queja propia de una niñita. Como siempre, no hubo respuesta.
-Alexis… Me siento sola si no me hablas… Ale… - me puso el dedo índice de los labios. Empezaba a sentirme mareada.
-¡Cállate!... cállate…- me grito. Lo hice, sorprendida por su nuevo tono de voz, ahora severo conmigo. Mi reacción hizo que abandonara su posición del lado derecho de mi hamaca y se sentara en un taburete, tapándose la cara con las manos.
Me di cuenta de que yo misma temblaba de miedo por ese inesperado grito. Una vez me calmé, me levante a duras penas de la hamaca, cojeando. A ver que no podía seguir dando saltitos si quería llegar a su altura ese día y no una semana más tarde, me senté en el suelo y me arrastré como un gusano, impulsándome con el brazo casi curado hasta que llegue a su posición. Entonces me lo quedé mirando, esperando a que se percatara de que estaba allí. Cuando por fin vio que lo observaba, le dije susurrando:
-¿Me haces trenzas?
Él, otra vez sin contestar, se levantó del taburete y me cogió de los brazos bruscamente, marcándome sus dedos en estos, sin fuerzas, y me sentó a mí, mientras él, de rodillas detrás de mí, empezaba a dividirme el pelo.
Cuando acabó, se puso de frente a mí. Su cara estaba tan sólo a unos milímetros de la mía. Quedé absorta en su mirada penetrante, sus ojos de mercurio oceánico, mientras él hacía fluir estas palabras de su boca con una voz casi inaudible aunque desesperada: “-No quiero volver a hacerte daño, a representar una carga para ti… Y así está mejor-”. Nos quedamos mirando unos instantes antes de que él me cogiera entre sus firmes brazos, ahora controlando su fuerza, y me llevara hasta la hamaca, me tumbara y me diera un firme beso en la frente.- ¿Que soy, una hermana menor para él? Se preocupa por mi seguridad… ¿Es normal, no?- intenté convencerme… el gato tendría un nuevo tema de conversación.
Así que, después de dos largas semanas de espera, desembarcamos en el puerto de Virginia, la ciudad ventosa. Allí es donde todos los maestros del viento se preparan para su vida de meditación. “-Son como los sabios de los elementos, solo saben rezar.-” me dijo una vez mi padre mientras me enseñaba a tirar la red al mar. Me acuerdo de que nos reímos durante un rato de aquella broma, pero esa vez ese recuerdo solo hizo que una lágrima salpicara mis manos llenas de arena. A pesar de eso, tenía razón: de las cuatro razas que hay de guerreros, los del viento eran los más abocados a la ciencia y la cultura. Rezaban mucho a las fuerzas supremas para que les otorgasen más poder y conocimiento y, por tanto, para ser la raza más poderosa. Las demás razas también lo hacíamos, pero la mayoría teníamos otras cosas de las que preocuparnos a parte de rezar. Mientras tanto, en Virginia se notaba mucho la ausencia de la mayor parte de gente. La calle era como un desierto de casas sin fin.
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Llamas cantarinas.
Aventura'Sombras, perdición... y solo una tenue luz, una llamita en mi interior que me llama: 'Astrid.... ¡Astrid!'. Su dulce voz se va apagando a medida que el frío se apodera de mí.' Astrid se verá involucrada en una trama que empezó su tataratataratatara...