Ahora sé como se sintió Will Byers

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Corrí hacia la verja metálica que rodeaba el párquing trasero del colegio antes de que Sara o la directora pudiesen divisar mis lágrimas. Tenía la vista completamente borrosa del agua salada, pero seguía corriendo hacia mi objetivo: una bicicleta azul cascada que reposaba junto a la única salida del aparcamiento. Noté la suave capa de polvo que la cubría, aunque no la podía ver, y deducí que ya llevaba un buen tiempo aparcada. Agarré con fuerza los mangos desgastados y giré la bicicleta en dirección al bosque.

Corrí el tramo del párquing al bosque a pie por puro nerviosismo y al llegar frente a los altos pinos subí patosamente al vehículo maltrecho. A juzgar por el poco ruido que hacía al pisar las hojas y las ramas secas, era una bici de montaña, vieja pero sigilosa, me ayudó a cruzar el sendero medioescondido que conducía hacia la parte norte-oeste del bosque. Con el colegio nunca íbamos de excursión a esta región del bosque y ahora empezaba a tener mis sospechas sobre la razón. A cada paso los árboles me engullían y se multiplicaban más, el espesor verde que me rodeaba me hacía sentir vigilada por aquellos gigantes verdes, pero sabía que dentro de unos instantes ese sería mi menor problema.

Esos monstruos probablemente no tarden en alcanzarme, pero ya llevaba un cuarto de hora pedaleando frenéticamente y no había escuchado aún ningún aullido. El silencio aparente de la arboleda, poco a poco, había hecho disminuir mi adrenalina y el estado de shock en el que estaba. Al adentrarme en el bosque no se me habían acudido las consecuencias que tendría ese acto para mi familia. Mis hermanos, Ezequiel e Isaías, eran más mayores que yo, y por eso más sobreprotectores, no quería imaginarme su reacción al recibir la noticia de que la loca de su hermana se había metido en problemas, esta vez, reales. Ezequiel, que es ingeniero mecánico, si estuviese aquí mismo, me hubiese podido reparar la cadena de la rueda trasera, que hace unos cuantos minutos que chirría sospechosamente, e Isaías, que estudia filología, me hubiese insultado con palabras que hace cincuenta años que no están en el diccionario para que pedalease más rápido. Riendo para mis adentros ante esos pensamientos, reparé en el recuerdo de mis padres. Mi madre probablemente aún esté en el laboratorio, recogiendo tranquilamente muestras de veneno de serpiente, y mi padre seguramente debe estar en casa preparando la merienda. Están a una llamada de teléfono lejos de tener el mayor susto de su vida, la desaparición de su hija a manos de esos monstruos ancestrales.

Inhalé aire con dificultad ante la imagen de mi familia angustiándose por culpa de mi desaparición, pero seguí pedaleando sin ningún otro objetivo que intentar (y cuando digo intentar, me refiero a únicamente intentar) escapar de los licántropos. Claramente, mi mente se había distraído durante media hora con esos pensamientos porque no me había percatado de que detrás mío empezaban a sonar ruidos de ramas secas partidas, cosa que quería decir que se estaban acercando. Mi corazón latió tan deprisa que me sentí desfallecer, las piernas se me hicieron algodón como en las pesadillas y notaba mucho cansancio a cada vuelta que le daba a las ruedas de la vieja bicicleta, pero mi mente aún no estaba cansada e insistía en no perder la esperanza. Quizá eran solo paranoias mías, pero oía al viento susurrar mi nombre y a las hojas ceder al peso que las pisaba, emitiendo un crujido que atormentaba la aparente paz del bosque. Si de verdad eran ellos, no entendía porqué tardaban tanto en atraparme en vez de recorrer la poca distancia que nos separaba a cuatro patas en cuestión de segundos. Puede que ya llevasen un buen tiempo acechándome desde la maleza sin llegar a atacar, bajo la orden del cabeza de la manada, que probablemente tenía un plan perverso para atraparme.

Con las últimas energías que me quedaban decidí intentar perderlos de vista, girando repentinamente y haciendo ziga-zags en cada bifurcación del sendero. Viendo que seguía oyendo sus leves pisadas detrás de mí, decidí probar suerte y adentrarme dentro del bosque. Salir de repente del camino parece que les distrajo por unos momentos, porque no noté más su presencia mientras intentaba esquivar las ramas caídas y las raíces emergentes del suelo desordenado del bosque.

Justo cuando parecía que los había despistado, un medio-lobo castaño se dejó ver sus colmillos filosos entre la arboleda. Fue tal el respingo que di que prácticamente hice botar la bicicleta, que protestó con un ruido agrio al chocar contra el suelo. Derrapé e hice un giro de un ángulo muy agudo y seguí acelerando hacia un destino desconocido dentro de la vegetación, la sangre en mis venas volvía a estar congelada del puro terror. Me alejé los más lejos posible del lugar donde había el lobo, el cual había desaparecido dentro de la maleza. Giré hacia atrás mi cabeza para ver si me seguía, pero no conseguí ver nada a causa de las ramas que me iban pegando a la cara y las telarañas que me llevaba conmigo al pasar entre los árboles. En el momento de volver a girar la cabeza hacia delante, dos humanos, un hombre y una mujer se presentaron a cada lado del camino, rugiendo y corriendo a velocidades sobrenaturales hacia mí. Aparte de aportarme otra dosis de adrenalina más y un miedo desgarrador, me obligaron a seguir en línea recta pedaleando cada vez más rápido para luchar por mi vida.

Continué en línea recta a toda mecha, hasta que un calambre se extendió por toda mi pierna y perdí el equilibrio cayendo en el suelo sucio de un claro enorme. Agarré con estrépito mi pierna y agonicé durante unos instantes. A medida que pasaban los minutos, me di cuenta que el bosque volvía a estar sumido en completo silencio, aparte del ruido de una cascada enorme que se extendía por el precipicio del final del claro. Si mi cabeza no palpitase tanto por el impacto y no tuviese una angustia que me estuviese desgarrando por dentro, me hubiese quedado unos instantes apreciando el precioso paisaje del claro.

Las arañas tejían lentamente sus trampas adornadas de rocío entre las ramas más próximas al suelo y los pájaros escondidos entre los arbustos y los matorrales emitían un seguido de notas demasiado complejo para la comprensión de un simple ser humano. Los pinos extendían sus brazos de madera hasta el cielo, como si lo quisiesen cubrir por completo, la única luz que llegaba al claro se veía de un tono verdoso por culpa de su paso entre las hojas de las altas copas de la arboleda. Sin embargo, la poca luz entrante permitía ver con claridad el principio de un seguido de pequeñas cascadas que se encontraban al otro lado del lugar. La humedad del agua había permitido crecer una vegetación densa a su entorno, la cual se arremolinaba a mi entorno impidiéndome ver por completo el claro del bosque.

Recogí las pocas energías que me quedaban y las usé para levantarme del terregoso suelo. Con una mano intenté expulsar sin resultado los trozos de ramas, hojas secas y tierra de mi pantalón verde. Bravo, ya tenía disfraz de monstruo del pantano para el baile de disfraces del año que viene. Bien, algo de humor en situaciones tan extremas, siempre echa una mano, sobre todo si están a punto de desgarrarte la carne un grupo de caníbales medio-lobo.

Alzé la cabeza aún adolorida por la caída y dejando la bicicleta atrás, avanzé hacia el punto más luminoso del sitio, las cascadas. Paré especial atención a cada paso mío, vigilando de no confundir los ruidos que hacía yo misma de los que podían hacer monstruos licántropos detrás de los matorrales. Aparté con el pie unas cuantas ramas de mi camino y empecé a contemplar la posibilidad de haber perdido a los medio-perros por el camino, pensando en que quizá habían tomado una dirección contraria a la mía. Podría pasar la noche aquí, y mañana intentar deshacer el camino recorrido para pedir ayuda en la comisaria más cercana.

Y entonces me paré en seco. No había avanzado ni diez metros cuando vislumbré una figura alta de espaldas al pie de la cascada que miraba con las manos cruzadas por atrás, un punto lejano en el horizonte.

Un escalofrío epiléptico recorrió todo mi cuerpo y mis nervios empezaron a fallar. Parece que el cerebro se me congeló en el instante porque mis piernas caminaron solas hacia el hombre y el precipicio. A los cincuenta metros empezé a vislumbrar sus rasgos, su pelo de un color rubio agresivo, lucía despeinado y lleno de rastros del bosque como trozos de hoja y tierra, fuera quien fuera parecía que hubiese arrastrado su cabeza por todo el suelo del bosque intencionadamente.

Repentinamente, se giró y me miró con cierta curiosidad, y a la vez, amenaza. Mientras sus ojos verdes me miraban clavados a mi cara, reconocí en él el medio-cani alfa que me había torturado psicológicamente en el gimnasio del colegio. No entendía por qué no me atacaba, pero sospechaba que él sabía desde el principio que llegaría a este claro, e incluso podría haber organizado de tal manera el ataque de su manada para que yo llegase hasta allí. Esta vez, él se acercó a mí, dando pasos lentos y jugando con mi mente. Paró a los dos metros y volvió a dar un paso hacia delante, pero al alzar la cabeza para mirarme con sorpresa y una pizca de ingenuidad, reculó dos pasos, acto que me extrañó muchísimo.

-Te estaba esperando.- dijo rápidamente con astucia.-Has tardado un poco más de lo que pensaba.- Pronunció esas últimas acompañándolas con una media sonrisa burlesca.

Luz de Luna (primer tomo: Silencio sepulcral)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora