Capítulo 4: Un santo entre tantos diablos

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"¿Fe? La única fe que tengo, se basa en la pureza de mis actos"

8 de marzo de 1623, Ciudad de Sutri, Viterbo, Italia.

Estaba en pleno anochecer... Los sonidos colapsaban entre sí. No existía algo digno de llamarse paz. Solo se escuchaban ruedas de un carruaje que avanzaba sin parar; gritos de un jinete muy apurado en su labor; fuertes latigazos a unos caballos, los cuales no paraban de refunfuñar ;y cantares muy descontrolados, provenientes de sonidos similares a una bandada de cuervos. Claramente tiempos malignos se acercaban.

Dentro de tal carruaje, me encontraba yo, Cristopher Crach, un devoto seguidor de mi fe hacia mi religión, hacia mi dios. Yo sabía que a pesar de todo lo que sucedería hoy, él me protegería. Ya que yo, estaría allí, para cumplir su propósito, para erradicar los males.

Junto a mí, se encontraban compañeros pertenecientes a nuestra inquisición. Éramos cuatro, todos sumamente reconocidos por las labores cumplidas y los actos de fe promulgados. Todos éramos dignos de respeto alguno.

A mi lado, un joven calvo, de un metro sesenta y ocho, muy devoto a la religión, llamado Dante Esposito. Sus labores no son muy conocidas, pero sus habilidades hacen que hoy en día, él forme parte de esto. Su fe, estuvo en momentos en los cuales muchos otros sucumbieron. Lo cual, lo convierte en un miembro sumamente digno de estar en la inquisición.

Frente mío, con un rosario en su mano y rezando todos los textos narrados por la santa palabra de dios, se encontraba Valentino Petrucci. No es conocido por liderar grupos ni por resaltar en sus labores, pero si hay algo que no me cabe duda, es que, en sus palabras, libera sentimientos puros, como los de nuestro dios, capaz de sanar hasta a un corazón roto, oscuro o perdido.

Y más a su izquierda, estaba el... Giovanni de la Fonte. El miembro más anciano y experimentado del grupo. Conocido por sus grandes hazañas, purgando todo mal que se cruce en su camino. Si en algún momento di a entender que éramos todos iguales, mentí. Sin duda alguna, él era superior a todos, casi como un héroe. No solo por sus grandes hazañas, sino por todo a lo que se enfrentó, llegando a enfrentarse a una orden de catorce brujas, él solo. Demostrando así, tener una fe inquebrantable. El, tenía su pelo corto y desarreglado, a pesar de su avanzada edad, de unos sesenta y tres años, no tenía ni una sola muestra de calvicie, ya que toda su cabeza, estaba cubierta de un pelo blanco en canas. Su rostro, demostraba seriedad y determinación. Tenía su ceño en todo momento fruncido, haciendo juego con un gran bigote levantado. Lo que más remarcaba del mismo, era una enorme cicatriz fina y recta en uno de sus ojos marrones oscuros, el derecho más precisamente. La misma, comenzaba desde la altura de la ceja y terminaba poco antes de llegar a su cachete. Su cuerpo, a pesar de tal edad, se mantenía en forma, incluso mejor que mucha gente con la mitad de su tiempo.

Cada uno de ellos brillaba en diferentes aspectos. Yo, al contrario, en ninguno. Tenía un poco de todo y a la vez, mucho de nada. Pero mi fe... mi fe en mi religión, era capaz de alumbrar hasta la más oscura noche... así que, en comparación de esos hombres, yo lo tenía todo.

Mi rostro era similar al de alguien bondadoso y tranquilo. Mi cabello corto y bien arreglado, de un castaño muy claro, era similar a portar un casco resplandeciente. El resto de mi cuerpo, como el de mis compañeros, lo teníamos tapado por una armadura de la inquisición, la cual, solo a los miembros más dignos se las brindaban. Estas, eran armaduras completas comenzando desde las botas, hasta el peto y estaban forjadas de un acero tan pulido, que hasta despedían un brillo blanco, en el que, dentro de nuestra orden, se decía que era similar a la magnitud de nuestra fe. El mío era enorme.

De pronto, el carruaje frena muy bruscamente, sacudiendo su interior y luego, se escucha una voz proveniente desde afuera...

-¡Ya estamos cerca! Lamentablemente yo ya no podré servirles a partir de aquí. Según las órdenes dadas, por el peligro que representa la labor, deben continuar solos, a pie.

La Saga de la Teoría del Caos - El Principio del FinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora