Cuarta parte

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Precisamente, el libro que acababa de recoger hablaba sobre cómo se diseñó el código fundador de los nourigoi, de los procesos que eran necesarios para llevar a cabo la transformación. Era uno de los volúmenes que existían de un gran libro conocido como el Códex Visionario, que al parecer recogía conocimientos científicos muy avanzados que habían permitido salvar nuestro planeta. Parecía que estaba en constante edición, porque no era la primera vez que lo tenía que conseguir. Eso sí, bastaba llegar a la sección de enfermedades del índice que tenía este libro para ver que no era algo con lo que se debía jugar. Naiarenisterg, somnerunisterg... un vistazo a sus descripciones fue suficiente para hacerme detener mi lectura, eran enfermedades mortales, todas ellas, relacionadas con cambios de dimensión, alteraciones erráticas del código fundador, cristalización por pérdida de energía... me estaba dejando muy malas sensaciones, y me hizo recuperar la fuerza que necesitaba para alcanzar a la señora que había encontrado antes. No podía ni pensar en lo que podía estar sufriendo si padecía una de las dolencias que se explicaban.

Y tan solo un par de minutos después, ya estaba de vuelta en el lugar donde la había encontrado. Pero allí no había nadie. Inexplicablemente, la mujer había desaparecido sin dejar rastro, pero lo que no podía entender era cómo había podido desplazarse siquiera un par de metros. No estaba ni en condiciones de arrastrarse.

Entonces, me fije bien en el suelo. Había un charco negro, burbujeante. Era un líquido tan viscoso que parecía barro. Pero lo que me sorprendió de verdad fue ver el mismo broche plateado que llevaba aquella mujer, deslizándose por el líquido como si tuviese vida propia. Guiado por mis impulsos, quise recuperar aquella joya, con la esperanza de poder encontrar a la mujer para devolvérselo. Pero bastó con rozarlo para que esa masa reaccionara, surgiendo de la misma una mano que se lanzó con fuerza hacia mí. Cuando esta hincó con firmeza sus garras en el suelo de grava, surgió otra mano del tamaño de la de un bebé, que comenzó a colaborar con su desequilibrada compañera para arrastrarse hasta mi posición. Asustado, mi única reacción fue la de alejarme tanto como pude de aquella cosa. Sabía de no podía permitir que me alcanzara.

Llegué hasta el final del callejón, a la zona iluminada de la avenida. Allí esperaba que esa criatura, si es que se le podía llamar así siquiera, dejase de seguirme. Pero, aunque se detuvo por unos instantes, me sorprendió abalanzándose sobre mí. Podía sentirla arañando mi cuerpo, clavándome lo que parecían ser garras. Se deslizaba sobre mi dejando algo que parecía saliva, y mientras lo hacía, podía oír como se quejaba. Con una voz tan leve como un suspiro, reconocí el tono de aquella señora que esperaba mi ayuda en el callejón. Era ella, y ahora, convertida en aquella amalgama deforme, sufría mientras el sol la consumía. Y a pesar de estar en una de las zonas más transitadas, nadie tenía la intención de acercarse siquiera, ya no digamos de ayudar. Les resultaba indiferente.

Su mero contacto con mi piel hacía que esta ardiese. El calor de sus células inflamadas bajo la radiación de la estrella dominante de nuestro sistema se transmitía a mi cuerpo. Cada fibra de mi ser se descomponía en mil pedazos, al tiempo que mi cerebro respondía con una intensa reacción de dolor. Ahogado por aquella poderosa e insoportable sensación, mi cabeza enfocó mi voz al cielo y de mi laringe surgió un grito que parecía que rompería mis cuerdas vocales por completo. Sin tono definido, y con una fuerza tan grande que creía que mis entrañas saldrían por mi boca, aquel sonido ni siquiera perturbó a los transeúntes.

Segundos después, esa cosa desapareció por completo, y yo caí rendido al suelo. Recostado de lado sobre la acera, pude ver el reflejo de mi rostro en uno de los pocos charcos que quedaron de la lluviosa madrugada. Entonces, en aquella visión di con mis ojos, con el iris sostenido sobre unas venas de un negro tan puro que contrastaba con mis ojos grises con gran belleza. Aquella irónica representación de mi dolor terminó cuando de mi zoímetro surgió un mensaje: "Atención, infiltración de sangre extraña. Nivel de toxicidad en organismo incrementado. Contactando con servicios de emergencia." Esas fueron las últimas palabras que escuche, porque unos segundos después, había perdido el conocimiento.

Desperté en mi cama, esta vez de verdad. De haberme encontrado en el suelo, quizá me habría planteado la posibilidad de que todo hubiese sido un sueño, pero no. Mis peores temores se confirmaron cuando vi aquel broche en el escritorio. "Si tan solo le hubiese dado las cápsulas desde el principio...", eso era lo único que podía pensar. Pero de poco valían ya mis lamentaciones. Intenté cerrar los ojos para volver a dormir e intentar olvidarlo todo, pero no tenía sueño, de modo que me levanté a comprobar que todos seguían bien.

Ni siquiera me di cuenta de que estaba de nuevo en calzoncillos, pero no importaba demasiado. Cuando atravesé los pasillos de la mansión, esta vez con el salón principal como destino, observé que lo último en lo que se iban a fijar era en mi apariencia, tan solo adornada con las vendas que cubrían mis heridas. Antes de llegar al salón, encontré a mi padre esperando en la puerta del baño, parecía que algo iba mal.

—¿Ya te has recuperado? Nos habías asustado mucho, hace horas que te trajeron. —preguntó Beck.

—Sí, pensé que no lo contaba... Por cierto, ¿qué era lo que me atacó? —le pregunté de vuelta, esperando que me contase algo sobre el estado de aquella señora que encontré. Aún no podía creerme lo que había ocurrido.

—Somnerunisterg. Es una enfermedad que aparece cuando la toxicidad de la sangre de un nourigoi aumenta a niveles críticos. Aquello que te atacó ya ni siquiera estaba vivo—explicó Beck. Pero aquello no terminaba de corresponderse con lo que había leído. Reconocía ese nombre, y no era algo tan sencillo. No sé la razón, pero o no quería decirme la verdad, o simplemente ni siquiera sabía lo que ocurría y por eso trataba de confundirme, porque él también lo estaba.— Tú te salvaste gracias al zoímetro, que detectó la sangre contaminada y contactó a un equipo médico.

Tan pronto lo mencionó, comprobé el contenido del brazalete que contenía mis cápsulas de sangre. De doce cápsulas que llevaba conmigo, faltaban dos, y al revisar su color me percaté de que no eran las que me dio mi padre, sino las que tenía sin madurar. La mujer había muerto porque había robado mis cápsulas.

—¿Y quién está en el baño? —traté de preguntar, aunque por la expresión de enfado de Beck sabía que ya estaba abusando de su paciencia.

—Tu madre. Lleva así desde hace unas horas. La tenías muy preocupada. —respondió, aunque no se le oía muy convencido. Y es que... ¿cuándo se había preocupado mi madre por mí?

Seguí pensando en el brazalete mientras iba caminando hacia el salón, en la posibilidad de que haya tenido la culpa de la muerte de esa pobre anciana. Las cápsulas que robó no estaban hechas para ser consumidas, se generan como un desecho para luego ser recicladas como cápsulas maduras, pero supongo que ni siquiera pudo detenerse por un momento a comprobarlo, porque necesitaba lo que fuera y lo necesitaba ya.

Ya en el salón, sentado en una de las butacas que se encontraba en el centro de la gran estancia, y sin apagar la televisión que mis padres habían dejado encendida, permanecí observando el jardín en la noche a través de los ventanales de aquel lugar, quería pensar en que aquella muerte no fue culpa mía. De pronto, escuché un gran golpe cuyo origen estaba en el camino por el que había venido. Dominado por un muy mal presentimiento, busqué el cofre en el que mi padre guardaba algunas de las cápsulas que tenía y en el que dejaba también las que le cambiaba. Mis sospechas se confirmaron, ahí dentro no había nada.

Miré al suelo, y ví la misma sustancia negra que me atacó en el callejón. Me estaba rodeando, y comenzaba a escalar por mis desnudas piernas, dando lugar a una sensación incluso más desagradable que en el primer ataque. Miré mis manos, esta vez no tenía el zoímetro puesto, y tenía la sensación de que el golpe que había escuchado antes había sido la sentencia de mi padre. Estaba solo, nadie podía ayudarme. Mientras permanecía completamente enmudecido por el miedo, esa cosa empezó a desgarrarme de nuevo, y sin el sol destruyéndolo, no tardó en llegar a mi cuello. Sin embargo, algo detuvo su movimiento. Una noticia sobre mi padre en la televisión asaltó lo poco que debía de consciencia en aquella masa.

—Tras la reunión del consejo de gestión bioespacial en la residencia del director Beck Ikar, se ha decretado la subida del impuesto a la sangre —anunció una reportera en la televisión—. Ante estos cambios, y tras la reciente muerte por sobredosis de una de las cabezas de las asociaciones ciudadanas, una minoría nourigoi ha establecido el inicio de manifestaciones en todo el país. Por seguridad, recomendamos que se sigan las instrucciones del consejo y, ante todo, mantengan a sus nourigoi saciados. —

                        ¿FIN?

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