—¿Podría recordarme qué lo trajo a Las Riberas, caballero? —expuso Elba, la mujer de aspecto desaliñado que era la dueña del establecimiento— Su rostro me resulta desconocido.
—Eso se debe a que no acostumbro venir por aquí —el caballero seguía los pasos de Elba, procurando mantener una pequeña distancia entre ambos—. Trabajo a las afueras de la capital, en una villa a media hora de la Carretera Interior —la cadencia de sus palabras denotaba que estaba ocultando algo. Elba tenía la certeza de ello, conocía demasiado bien a las personas como para pasar por alto las sutilezas de la oración, aunque ese nunca había sido su campo de estudios predilecto. Era más un don que cualquier otra cosa.
Caminaban entre estantes con tarros de distintos tamaños expuestos en hileras, y debidamente etiquetados. En el interior de algunos había plantas de hojas color bermellón, en otras eran color violeta. Una de ellas en concreto, única en la colección, era color azabache, como si un trozo del cielo nocturno rociase su tallo y hojas. Elba se detuvo frente a la susodicha, señalándola con la cabeza.
—Ébaneda —el tarro era grueso y de tamaño mediano, lo suficientemente grande para que fuese necesario sostenerlo con dos manos—. Sólo tengo una de estas. Como asumo sabrás son raras de encontrar, todavía más complicado es conservarlas en este estado. El único motivo que me ha movido a emprender esta hazaña es su belleza, ¿no es hermosa? Lo es, sin lugar a duda. Sus efectos, en cambio, eluden mis facultades.
—Es un reactivo químico del que requiero para —se cortó de imprevisto, mientras se frotaba las manos en un gesto de claro nerviosismo. Elba lo miró, frunciendo el ceño—... Es parte de un proyecto. Tras unos meses de investigación he arribado a la conclusión de que los efectos atribuidos a la Ébaneda podrían solucionar un inconveniente que me ha surgido. Si es que lo que los libros afirman es cierto, claro.
Elba se encogió de hombros en respuesta. No era la primera vez que un cliente se mostraba reticente a revelar los verdaderos motivos que conducían su accionar. Parecían compartir un miedo en el interior de sus pechos relacionado a lo que sucedería si alguien descubría sus planes. Tal vez ignoraban que cuanto más desvelasen al boticario, más posibilidades tendrían de alcanzar sus objetivos. Elba no era juez, sino confidente.
Cargó el recipiente de arcilla que contenía la Ébaneda y permitió que su aroma la embriagase. El sabor de la naturaleza evocaba sensaciones gratificantes a través de su cuerpo, buena señal de que aún estaba viva, pese a las canas que empezaban a aparecer en sus sienes, y las arrugas que adornaban su semblante. Del mismo modo que había asumido por costumbre relatar mitos populares, especialmente los que sus padres le entonaban a fin de reprenderla, algo que muchos atribuían a la vejez. Sandeces.
El recinto que era su vida no era espacioso, mucho menos lujoso. Estanterías ocupaban gran parte de su extensión, luego estaba el mostrador que conducía a la trastienda.
A medida que cruzaba la estancia que le pertenecía, las negras hojas jaspeadas de plata acariciaban su barbilla. Extrañaría su única Ébaneda, eso lo tenía asegurado.
—Serán novecientos aelos —desde el otro lado de la barra dejó reposar sobre el mostrador la Ébaneda—. Mil, si precisas del tarro.
El misterioso hombre se estremeció al escucharlo, ¿acaso pretendía obtener un mejor precio por semejante reliquia? Elba lo escudriñó de pies a cabeza y sólo entonces se percató de un pequeño detalle; no era más que un muchacho asustado. Estaba rapado y era de tez pálida, anormalmente pálida, con una nariz aguileña que le atribuía un aspecto cuasi enfermizo. Se frotaba las manos y observaba a todas partes con atención, como si estuviese esperando que algo sucediese de imprevisto. Algo peligroso.
—No tengo tanto dinero —sentenció en algo que casi era un susurro.
Llevaba una capa raída que impedía obtener más información acerca suya a simple vista. Sin embargo, había algo más que resaltaba. En una primera toma de contacto Elba había esperado que se tratase del hijo de algún burgués, o un aristócrata venido a menos, que estuviese, cuanto menos, perfumado. Pero no era así. Tardó en determinar la procedencia del olor del muchacho. Era desagradable, casi metálico ¿Acero? ¿Hierro? Si daba crédito a los motivos que anunciaba como propios para acudir desde las afueras de la capital hasta Las Riberas, podría tratarse de una exposición prolongada a reactivos químicos. O una enfermedad que estuviese incubándose en su organismo.
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Buitres Enloquecidos
FantasyAños después de la calamidad que sembró montañas de cadáveres, a lo que la humanidad tuvo que conformarse con denominar «la Guerra», Athelaiel emerge más poderosa que nunca. O eso parece. Athelaiel es la cumbre de la filosofía y las artes. Athelaie...