I. Títeres y Titiriteros

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Athelaiel era el centro neurálgico de la actividad humana, la capital del mundo. Era la cumbre de las artes y las ciencias, la poesía y la filosofía, la arquitectura y la química. Convergían un sinfín de etnias y costumbres, un aceitoso estallido de diversificación social, tanto que transformaba su esencia cultural en algo adulterado, corrupto. Era el lugar desde donde se proyectaba el futuro de la civilización. Y era el lugar perfecto para enriquecerse a expensas del débil.

Las comunas que demarcaban el inmenso territorio de la ciudad, que se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones, eran más de una docena. Sin embargo, si algo tuviese que destacarse de entre todas ellas, era el grado de similitud que aumentaba a medida que se acercaba uno a Athelaiel Central, la sede gubernamental y emplazamiento de sus órganos burocráticos, tanto administrativos como punitivos.

En Athelaiel Central destacaban las torres picudas, mansiones de aspecto ampuloso y gigantescos parterres carmesíes. Todo cuanto había era gigantesco, complejo en su estructuración, e inhumanamente ornamentado. Rosetones, fachadas de marfil, pilares de mármol. Todo ello acentuado por la sempiterna tempestad.

Era un intrincado tejido compuesto edificaciones de gran tamaño y corte gótico-barroca, con picos y torreones que aspiraban a plantarle cara a la tempestad sin éxito. En las penumbras se discernían como figuras dantescas, cuyas ominosas atribuciones amedrentarían al incauto. Debido a ello, el flujo de personas a lo largo de Athelaiel Central era distinto en comparación con el resto de demarcaciones comunales. No obstante, su irregularidad no implicaba pulcritud. 

Los recintos de actividades más bien inmorales, amparados en vacíos legales que nadie podría asegurar que permanecerían seguros en la próxima década, anidaban a las sombras de colosales castillos y fortalezas que eran la sede de la aristocrática burguesía y el Senado. Al contrario de lo que las actividades que tenían lugar en su interior podían esperar, se camuflaban particularmente bien entre tales maravillas arquitectónicas, asumiendo aspectos similares cuya única diferencia radicaba en el tamaño y grado de ostento, pero sin destacar de modo que infringiese la normativa relativa a la arquitectura. 

Allí, en Athelaiel Central, tenía lugar la asamblea entre los señores del crimen más pudientes de todo Athelaiel, y probablemente de todo el mundo conocido. En la trastienda de un infame club nocturno.

Una docena de velas fungían como fuente de luz, de carácter tenue. Era precario, en comparación a los estándares de Athelaiel, mas fomentaba unos aires de intimidad. Las alargadas sombras que proyectaban los seis individuos que ostentaban un puesto privilegiado en la jerarquía social dotaban a la sala de un aspecto tenebroso, casi ominoso.

Luceela vio cómo entraron cada uno de ellos, envuelta en la parcial privacidad que le confería un diván apartado.

Reinier Wingates fue el primero en llegar, un hombre anciano de papada bulbosa y piel aceitosa, con unos anteojos minúsculos en comparación a las proporciones de su rostro. Iba bien vestido, con levita y chaleco negros, en sintonía con la fúnebre ocasión. El encanecido pelo comenzaba a ralearle.

Tomó asiento al lado derecho de Serena, que estaba a la cabeza de la mesa rectangular que ocupaba el centro de la estancia.

En esa secuencia le siguió Kauff Ganiila, de chaleco púrpura con estampados florales y las manos llenas de anillos, que resplandecían al contacto con las velas, proyectando destellos propios del oro y la plata.

Luego, Dykior Vermenov a su izquierda. Con la piel bronceada y barba descuidada, una túnica bermellón cubría toda la extensión de su cuerpo, dejando únicamente al descubierto un semblante severo.

Krzmadr le siguió, sentado en paralelo a los previamente mencionados. Luceela no encontraba una forma adecuada de describirlo, ninguna que no se tambalease entre lo ominoso y espantoso. Una docena de filamentos aceitosos colgaban debajo de la capucha que llevaba ceñida, y el resto de su rostro se mantenía oculto, alejado de la luz de las velas. Por un momento sus ojos se cruzaron con los de Luceela; eran anormalmente redondos, y no exhibían otra cosa que no fuese la ausencia de pasión. La sensación que le produjo el contacto visual sólo podía definirse como inquietante.

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⏰ Última actualización: Sep 04, 2022 ⏰

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