Preludio

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El relámpago hendió el cielo a sus espaldas, la brumosa mezcolanza que era. Adulterada, viciada. Un oscuro lodazal, mugre retorciéndose sobre la mugre, se extendía bajo sus rodillas, y más allá se extendía la fría roca, siempre adusta.

Otro relámpago volvió a arrojar su terrible luz, cubriéndolo todo cuanto había a sus faldas, poco después que el trueno del primero abordase sus oídos, como las tierras vírgenes de Occidente, muchísimo más allá de donde alcanzaba la vista.

Su mente estaba embotada, entumecida. Sus manos actuaban por un profundo instinto, impulsadas por una angustia primigenia que sabía, de algún modo, qué había que hacer. En su ensimismamiento, ignoraba la calamidad de los cielos, lo tenebrosa que era. La tormenta se veía empequeñecida a su lado. No le habría importado, si le hubiese prestado atención, aunque fuese por un miserable segundo. Absolutamente nada retenía importancia para sus adentros, nada más que salvarlo.

A través de sus encallecidos dedos se escurría la sangre de a quien apreciaba como si se tratase de su propio hijo. Su vidriosa mirada no le impidió emprender una tarea imposible, envuelto por la irregular luz de los rayos celestes. Pretendía detener el flujo escarlata que manaba del cuello de su vástago.

La mirada pérdida del muerto parecía juzgarlo, exentas de emoción. Incluso entonces intentaba detener el río de sangre, que ya manchaba todo cuanto había alrededor, mezclándose con el lodo y el sudor que perlaba su piel.

Eventualmente recuperó el dominio de su cuerpo, regresaron sus sentidos, y se quedó estupefacto, inmóvil. Observaba el cadáver que yacía debajo suya, el cadáver que aspiraba reanimar con el uso de sus manos.

La lluvia descendía sobre sus hombros caídos. Su mirada estaba clavada en el joven de sonrisa encantadora y melena dorada, ambas cosas envueltas por el sepulcral manto de la muerte. Lo radiante de sus ojos se había perdido en el momento en que murió.

Luego hubo silencio. No el silencio propio de la quietud, pues cuanto había en las inmediaciones era frenético e indómito. No el silencio propio de la ausencia de ruido, pues la tormenta seguía atenazando los cielos, y los hombres seguían gritando a los pies de un dios enloquecido. No el silencio propio de la paz, pues la agonía que amartillaba contra su pecho no le ofrecía tregua de ningún modo. Era aguda, casi un chillido, al mismo tiempo que era sórdida, un sempiterno pesar.

Se estremeció sobre sus piernas arrodilladas, y lloró. Lloró como nunca antes lo había hecho. Era consciente de su fracaso, y de su fracaso provenía la leña que avivaba sus sollozos, el dolor que astillaba sus costillas.

Los alaridos de hombres muertos llegaban a sus oídos como un susurro, al mismo tiempo que como un estentóreo grito, tal que parecían agitarse los vientos frente a semejante voz. Ninguna de esas cosas albergaba valor, ya no.

Acunaba entre sus manos ese rostro de ojos hundidos, de ojos que perforaban su alma en un silbido que parecía decir «Es tu culpa». Sus lágrimas se mezclaban con la lluvia que azotaba cuanto había en derredor, y estas, a su vez, componían un fango hediondo, pero que era inodoro para él.

Algo traspasó el manto que envolvía a sus sentidos, algo que no debería existir. Carcajadas. No, no carcajadas. Era un coro de voces anormalmente sincronizadas, simétricas. Armonizaban a una tonalidad que sólo era posible de un modo inhumano, fuera de este mundo. Parecían procedentes de docenas de jóvenes que hayan practicado durante décadas, o que fuesen portadores de un talento insólito. No era ni lo uno ni lo otro, al mismo tiempo que era ambos.

La tonada era fría, casi cruel. Ominosa como las notas procedentes de un órgano, ominosa como la aterradora encarnación del fin de todas las cosas. Era inquietante el mero hecho de escucharla. El saber su origen no hacía más que empeorarlo. A él, sin embargo, no le importaba. No lo perturbaba, pues nada tenía sentido. Ya no.

Al ritmo de la muerte, el contorno del rostro de Eardin empezó a deshacerse en hilillos blancuzcos, meras líneas bidimensionales que resplandecían con luz propia. Se aproximaron a su rostro, un rostro afligido por el dolor, un dolor que laceraba hasta la última tira de su carne, asumieron la forma de la caricia de una mujer. Suave, dulce. Empapado por la lluvia, su visión emborronada por las lágrimas, aceptó el consuelo.

Y lloró aún más. Gritó hasta que su garganta se desgarró, suplicó a dioses muertos que aliviasen su pena. Ninguna de esas cosas solucionó nada, ninguna desmintió la verdad que era su dolor. 

Buitres EnloquecidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora