¿Que los autos son grises? Si.
Pero ¿Que todos los autos son grises? Exactamente.
Pero que todos, todos, ¡¿Absolutamente todos los autos son grises?! Si, por supuesto.
Un poco.
Quizá.
No sé.
Bueno… no.
Todos, algunos, casi todos los autos son grises.
O medianamente grises.
Algunos con más blanco, otros con más negro, un negro que casi no se ve, que apenas hace acto de presencia para la foto y después, solo después de dejar una pequeña mancha, desaparece. Pero ahí está. No termina de despedirse y deja marcas, cicatrices, esas en el corazón blanco de los autos que quieren ser pintados, o en los que ya lo han sido y quieren cambiar su color. Pero no saben que todos los autos son grises, nacen grises y mueren grises, como si de un día nublado con una leve llovizna se tratara.
¿Alguna vez has visto un auto que no sea tan gris?, preguntaron por ahí, sobre una avenida extraña y se remontaba a una noche tan estrellada pero fría. Era frío. Si. Y dolía. El frío dolía, y también quemaba. Pero allí vio que todos los autos eran grises y aunque deseaba ver alguno de color rojo, o un poco magenta, cian o azul talo, todos los autos carecían de color y la sofocaba.
Pasaba un pájaro sobre su cabeza en dos ocasiones y a Pepa le parecía que era su padre que había venido a buscarla. Tenía un auto blanco grisáceo. Pero no era él quién había venido, como si ella fuera una niña que espera a la salida del jardín entre la multitud de caras pálidas que le atemorizaban y papá viniera a llevársela a casa (donde hacía calor). Donde él la acobijaba.
Se había ido hace ya algunos años y jamás había vuelto. Su padre, la había abandonado. Era un espectro, tal vez, de su pobre y alocada imaginación.
¿Qué tan desesperada estás por sentirte bien?
Tal vez Pepa, en ese momento de abandono, fue cuando notó que todos los autos eran grises y aunque ella intentara imaginarlos de otros colores o hacer malabares para que lo fueran, todos los autos al fin y al cabo eran grises.
¿Pero todos?
Si.
Todos.
Jamás la autopista por la que ahora caminaba, le había parecido un lugar tan extenso y el barrio de las pequeñas ratas burguesas no había dolido tanto como hasta entonces. Había demasiado olor a mierda en ese minuto, y deseó volver a casa, aunque tal vez no tuviera exactamente una.
La realidad es que olvidó las instrucciones de cómo llegar y estaba perdida.
Su acompañante, le recordaba a cada instante que todos los autos eran grises. Un acompañante que no era acompañante pero quería serlo aunque decía que no. Un místico ser ambiguo, como esos que últimamente tocaban a su puerta.
Pensó tal vez en aparecerse sobre otra avenida que solía transitar hace meses en una noche algo oscura; todas lo eran. Pero aquella lo había sido más. Tal vez en alguna fábrica abandonada, o sobre una calle algo estrecha una madrugada de verano con una botella de Fernet o vino, mientras pensaba cómo volvería a casa. Pepa, en esos días se había olvidado completamente de que los autos eran grises.
Ella, quién se había mudado al país de nunca jamás, y aunque Peter Pan y los niños perdidos la habían echado del mismo, se negaba a marcharse. Era su barrio favorito en el mundo, más que Villa Celina.
Y ahora dormía en un viejo Palio grisáceo, con aroma a "te extraño", mientras fumaba cigarro tras cigarro. Pasaban algunos autos grises y el Palio se conducía solo hasta Fournier. O a veces me daba la impresión que hasta Tapiales, pero era lo mismo en su imaginario surreal.
Su padre no había venido a buscarla como había prometido hace años, pero ya no le importaba demasiado. 319 llamadas le había dejado desde entonces. Tal vez ni siquiera él existía.
Una vez en la estación, el auto cantó la marcha peronista y a Pepa le daba la impresión que Perón a lo lejos le sonreía, a Eva la tenía en el auto, en la luneta de atrás, diciéndole que aunque dejó jirones de su vida, ella debía llevar su nombre como bandera a la victoria. Qué metafórico, pensó. Y antes de que desapareciera, le lanzó una mirada llena de vergüenza; "Gracias por intentar enseñarme el camino de regreso a casa, y perdón por levantarte algunas veces la voz", pensó sonriéndole una última vez. Le dió la impresión que a Evita el pelo se le volvía grisáceo y tras levantar la vista hacia adelante, el belgrano sur se la llevó puesta. Pero no moría. Era el viaje interminable, la agonía infinita.
El tren era gris también, al igual que todos los autos que había visto en su vida.
Todos los autos, incluso en la muerte, eran grises.
Y estaba bien, se había resignado aún entre el limbo de la vida y la muerte, a ello.