El armario del conserje

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Los pasillos de la escuela estaban vacíos, ni un alma a la vista, con la excepción de aquel silueta delgaducha y encorvada dando pasos lentos y metódicos. Se arreglaba la gorra, se rascaba el bigote, y ladeaba sin cesar las descuidadas fibras de su trapeador por el ahora humedecido suelo. Habían tomado un color amarillento con el pasar del tiempo, pútrido.

Aquella ocasión la tonalidad verduzca de los casilleros se notaba especialmente lúgubre, rastros de óxido eran visibles entre sus rejillas. Mismas las cuales ayudaban a dejar entrar y salir un ruido tenso, fragoroso. Gritos ahogados rebotaban de un lado a otro, ayudándose de los interiores huecos de aquellas cajitas de metal para permitir que su sinfonía llegase a cualquier oído en cualquier salón del fantasmagórico edificio.

Mas el conserje hacía caso omiso, él tenía un trabajo que terminar. Sombras revoloteaban al otro lado del corredor, suelas de zapatos golpeaban el suelo, temblores repentinos retumbaban sus blancas paredes.

—¡No! ¡Suéltenme, mierda! ¡Que me suelten! ¡Yo no hice nada, no fui yo!

Se quejaba un hombre, entre sollozos. Cabello castaño corto y desarreglado, un aliento con hedor a alcohol que algunos incluso decían podía olerse a metros de distancia. Su traje, de un fuerte vinotinto, estaba desarreglado y lleno de polvo. Dos policías le arrastraban con firmeza, uno de cada brazo.

—El piso está mojado —replicó con una voz monótona, metiendo el trapeador de lleno en el balde. El agua ya había comenzado a tomar un color marrón, llegando a lo negruzco.

—¡Santos! ¡Amigo! Dile a este par de zopencos que me suelten, ¿sí? Tú estás aquí todas las putas noches, sabes que no pude haber hecho una mierda. ¡Vamos, hermano, diles! ¡Apúrate! —Se le veía desesperado, revoloteando piernas y manos mientras el par de polizontes lo paseaban por el suelo.

—Hey, socio —habló con un poco más de fuerza, aunque aún manteniendo su tonalidad aburrida, mientras le posaba la mano suavemente en el hombro a uno de los agentes —. El piso está mojado. Tomen otra ruta si van a estar arrastrando a este tipo por ahí, limpiar me toma trabajo.

—¡¿En serio, hombre?! ¡Eres un pedazo de mierda! ¡Hey, ayúdame! ¡Hijo de puta! ¿Esto es por lo del otro día? ¡Fue un accidente, cabrón! ¡No me dejes así! —Lentamente, su voz iba desvaneciéndose mientras los tipos se llevaban al próximo a ser preso por otro camino, tal y como se les había pedido.

Se arregló la gorra una vez más, observando con cierta satisfacción la manera en la que el profesor desaparecía de a pocos entre las fauces del abismo. Nunca le cayó especialmente bien; de hecho, en sus propias palabras, el tipo le parecía un completo imbécil, si no el más imbécil de todos.

Habiendo terminado la situación, dio otro vistazo más hacia aquel camino por el que había evitado que los hombres pasasen. La puerta al armario del conserje estaba medio abierta. Un hedor desagradable desprendía de su interior, oscuro, irreconocible. Habiendo terminado de limpiar las corroídas baldosas grisáceas que conformaban gran parte del establecimiento, el sujeto guardó sus utensilios dentro del apestoso agujero antes de cerrarlo con fuerza. El topetazo hizo temblar la frágil estructura del pequeño colegio. Fue ahí cuando sintió el frío tacto de unos gordos dedos posándose con firmeza sobre su hombro.

—Santos.

Se trataba de un hombre bajito, grueso, con cabello en decadencia aunque aún brillante y suave. Jugueteaba nerviosamente con su alargado bigote antes de arreglarse la corbata. El traje, aunque limpio, ya se notaba ligeramente arrugado debido a todas las horas que llevaba en uso.

—¿Sí, rector?

—¿Ya se llevaron al señor Rodríguez? —Se limpiaba con un trapo viejo en lo que pequeñas gotas de sudor resbalaban por su frente.

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