Memorias de un sueño, Acto I.

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Desde que era niño, Alonzo siempre quiso ser un superhéroe. Por eso, mientras estaba de rodillas, con la cara ensangrentada y fijando su mirada directa al rostro insípido de las personas a las que acababa de asesinar, no podía evitar sentir que había hecho algo muy mal en la vida para terminar como terminó. Y en este caso aquel sentencia no es exageración, este definitivamente era su final y, si no, algo muy cercano a ello; pues ya era un hombre mayor, rondando los 70 y para ponerle la cereza al pastel: demente.

Claro, recién le estaba comenzando, pero ya podía sentir los efectos de la enfermedad jugándole malas pasadas. Como aquella ocasión donde decidió comprarle una mascota a su hijito de 10 años, para más tarde darse cuenta al llegar a casa de que el retoño ya ni vivía allí. De hecho, el retoño ya ni vivía, a secas. Murió a los 26 años, tiroteado a sangre fría por su propia familia. El primo de él, el sobrino de Alonzo.

En estas épocas fatídicas muchas cosas lo confundían: si oía un auto pasando con más fuerza de la cuenta se pensaba que estaba de regreso en la guerra, donde esa clase de cacofonías repentinas eran su pan de cada día; si veía al cielo azul por demasiado tiempo se quedaba quieto, embobado, creyendo que ante él se hallaba el suave vestido de Margarita, su difunta esposa; si olía flores se visualizaba vívidamente sentado en la banca del parque, disfrutando de un helado junto a su muchacho. Tantas memorias, algunas muy malas, otras muy buenas, todas perdidas en el abismo.

Quería regresar a ellas a como diera lugar pero, sin importar cuánto tiempo duraran tales alucinaciones momentáneas, eran eso mismo: finitas, tan fácil como llegaban se iban. Y cuando eso pasaba, él regresaba a su realidad gris, solitaria. Por eso, apenas se levantó del suelo y comenzó a procesar lo que había hecho, no pudo evitar creer durante breves momentos que estaba viéndose a si mismo en retrospectiva, viviendo un sueño, el recuerdo traumático de la primera vez que disparó su fusil contra otro ser humano.

Así que intentó despertar. Intentó, intentó y volvió a intentar, pero nada. No esta vez, no iba a correr con esa suerte maldita.

Menos de dos semanas atrás, Alonzo salía a la calle en pijama. Se paseaba frente a las discotecas luminosas, los abandonados puestos de perritos calientes y el tintineo que generaban las personas cerrando sus negocios al momento de chocar sus enormes portones de acero contra el pavimento.

En mitad de la helada acera reposaba un olvidado teléfono público, pintado hasta la médula con graffitis coloridos que hacían evidente contraste con el resto de su textura insípida. El fastidioso sonar del aparato le distrajo durante pocos segundos antes de que se dignara a tomarlo.

—¿Tío Al?

—Ni «tío Al» ni mierdas —emitió una vocecilla ridícula en lo que imitaba la primera frase que había soltado el hombre al otro lado de la línea —. ¿Siquiera te haces una idea de la jodida hora que es? Yo ya estoy viejo para estas cosas, ¿lo sabes, no? ¡Tengo un puto teléfono en casa! No soy tu novia de la secundaria, muchachito, soy un señor mayor. ¡Mis rodillas parecen de puto papel!

—Tan alegre y educado como siempre, por lo que veo.

—Por lo que escuchas.

—Por lo que escucho, claro. Lamento el secretismo, pero la puedo cagar si me pongo a hablar contigo por el teléfono de casita cual si en serio fueras mi «novia de la secundaria». Ya sabes como son estas cosas. Oye, necesito un favor. ¿Aún tienes esa granja en la montaña a la que nos llevabas a mí y a Pablo cuando éramos niños?

—Ya sabes lo que opino de la zoofilia, hijo. Si te van ese tipo de cosas, ¡bien por ti! Pero a mí no me metas en tus marranadas. Y nunca mejor dicho.

—Oh, por el amor a Dios —rió, casi forzado —. Eres un viejo cabrón. Lo sabes, ¿no?

—Hey, un poco de puto respeto —Miró a ambos lados, a la larga sólo podían observarse un par de vagabundos dormidos y drogadictos escondiéndose entre callejones abandonados —. Te prestaré el rancho, pero dime para qué lo necesitas.

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