Capítulo 1: El primer día

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Aurora iba nerviosa a pesar de que era otro "primer día de clases". 

Los últimos 7 años de su vida los había pasado trabajando en un colegio en la zona sur de Santiago y ya tenía varios "primer día" en el cuerpo, sin embargo, se seguía poniendo inquieta con la idea de conocer niños nuevos, de ver sus caritas entrar a la que sería su aula durante todo un año. Además, los de primero básico, nivel al que ella impartía materias, siempre llegaban tímidos por el gran cambio de ingresar a la educación básica, con padres aprensivos, pero todos llenos de ilusiones de un período tranquilo; y la joven profesora era la responsable de crear esa tranquilidad.

Con niños que aprenden felices también vienen los que pelean menos y apoderados que se quejan menos. Porque esa era la parte negativa de ser profesora: los papás. El primer día llegan sonrientes y tratándote de "tía esto" y "tía esto otro", pero a la primera que su retoño llegue sin chaleco o sin un lápiz se transforman. Peor si se accidentan por correr libres como chiquillos de 6 o 7 años, ya que ahí son capaces de quitarte el alma a gritos.

Aurora no había tenido muchos de esos problemas en su carrera, salvo el primer año de docente, quedando en su memoria con el nombre del más difícil en su vida, luego de que uno de los niños a su cargo se cayera en la sala de clases golpeándose contra el borde una mesa y haciendo un corte bastante feo en la ceja. La madre reclamó mucho, durante un largo período se estuvo quejando del incidente, y logró reunir a un par de padres que la apoyaran. Solo queda decir que cuando los estudiantes pasaron a segundo básico fue un día feliz, porque al fin se sacaría a esa apoderada de encima, y que el conflicto no le costó su puesto, sino que todo lo contrario, ya que la forma en que enfrentó el tema, sin mostrarse presionada (aunque por su interior estaba destrozada y en su casa lloraba a diario) fascinó a la directora del colegio y por eso le ofreció contrato por otro periodo. Tranquilizándola de que no sería otra profesora dentro del grupo cesante que buscaría trabajo todo el verano.

En sí, había salido todo bien, a ella le gustaba la escuela y aunque no era perfecta, había logrado hacerse de un grupo de amigos y sentía que tenía una estabilidad laboral. Lo que ella había considerado durante sus primeros años de adultez como la gran meta de ser adulto. Ahora se dedicaba a trabajar con relativa tranquilidad, ya que se había puesto la meta de ser indispensable en su trabajo para que no estuviera nunca en la lista de posibles despidos a final de año. Pero había visto como otros "indispensables" habían sido despedidos cuando la corporación que era el sostenedor del colegio consideraba correcto. Así que a pesar de que dconstantemente recibía buenos comentarios seguía comportandose como si la pudieran despedir en cualquier momento.

Por eso los nervios del primer día seguían ahí. Intentaba no demostrarlo, aunque consideraba que era el día más difícil del año, si un niño no se sentía bien en ese día, después no quería ir a clases y todo se volvía complejo, así que había pasado varias semanas preparando la primera semana y la decoración de su sala. Tenía suerte que le habían permitido ser creativa, sin embargo, no le dieron ni un misero peso para adecuar el salón a sus estudiantes, por eso tuvo que gastar de su bolsillo una suma de dinero y reciclar mucho para cumplir al menos con su idea general. Era un tema constante cuando conversaba con sus amigos "no profes", ya que no entendían que el trabajo de profesor te pide una gran inversión económica personal para tener las cosas más bonitas o entretenidas en la sala. A nadie le gusta pagar para poder trabajar en una mejor condición, y a pesar de eso, es lo que hacen los profesores en su mayoría, en especial aquellos que trabajan en colegios de escasos recursos como era el colegio de Aurora.

El sonido de "se inicia el cierre de puertas" despertó a Aurora de su fluido de la conciencia y la hizo reaccionar; se bajaba en la próxima estación. Miró su reflejo en el vidrio del vagón de metro y se ordenó el cuello del delantal. Se había tomado su pelo marrón en una coleta alta que, aunque al final del día le daba dolor de cabeza, le encantaba como le quedaba. Debía ser porque sus ojos almendrados se veían más alargados con el tirón del pelo, o tal vez era porque le daba una imagen de limpieza, no había ni un solo pelo fuera de su lugar. Aprovechó de revisar su semblante, preocupándose de que no tuviera nada que destruyera la imagen que quería transmitir: la de un adulto de confianza, un adulto al que le dejarías a tus hijos. Respiró en profundidad y se sonrió así misma.

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