Había una máquina expendedora en la entrada de cada bloque de apartamentos de la Compañía. Esa máquina, y las demás, había muchas, ofrecían la posibilidad de conseguir prácticamente cualquier cosa que se necesitara ya fuera por urgencia o por capricho: una chocolatina, un paquete de frutos secos, gel hidroalcohólico, preservativos, pilas alcalinas, gorros de natación, fideos liofilizados, navajas suizas y albaceteñas, cortauñas, mecheros, ropa interior ignífuga. Era muy cómodo pero, al mismo tiempo, colaboraba a reforzar el aura de frialdad que impregnaba todas las instalaciones de la Compañía. Las máquinas expendedoras alineadas a la entrada del edificio dejaban bien claro que aquel no era un edificio de apartamentos al uso.
Salió de casa sin dedicar un segundo a revisar si iba en pijama o si vestía ropa adecuada para estar afuera. Era bastante improbable que se cruzara con nadie a esas horas de la noche. Y, si se cruzaba con alguien, la verdad es que le traía sin cuidado lo que pudieran pensar de él.
Al llegar a la máquina expendedora, rebuscó en los bolsillos y se dio cuenta de que había olvidado coger dinero. A la mierda, pensó. Miró a un lado y a otro para comprobar que no había nadie, fingió que echaba una moneda por la rendija para quedar bien delante de la cámara de seguridad y sacudió un poco la máquina con telequinesis. Dos paquetes de tabaco y un encendedor salieron despedidos hasta el suelo de la portería. El tabaco no era de su marca favorita pero serviría.
Echó un vistazo a la máquina para comprobar que no se había excedido con ella. No parecía haberse roto. Dañar las propiedades de la Compañía estaba considerado como una falta grave, especialmente si el daño se producía por el uso indebido de poderes. Las multas en esos casos eran altísimas. No había sacado a la fuerza el tabaco por ahorrar dinero sino por ahorrarse el viaje de subida y bajada a casa. Pequeños esfuerzos como esos se le hacían intolerables.
Recogió los paquetes del suelo, abrió uno, sacó un cigarrillo y lo encendió. Salió a la calle. Un silencio sobrecogedor lo envolvía todo. Aquella sensación, pensó, era contradictoria. El silencio al fin y al cabo es la ausencia de sonidos y la ausencia difícilmente puede envolver nada.
La mayoría del personal de la Compañía trabajaba con unos horarios y protocolos muy estrictos. La rigidez de la vida laboral acababa trasladándose a la vida privada. Si uno debía fichar a las seis de la mañana y hacer complicadas jornadas de diez horas de intenso trabajo, llegaba a casa deseando comer algo, ducharse e irse corriendo a la cama a descansar. Solo los escritores, y no todos, llevaban una vida ligeramente desordenada. Y no lo hacían por convicción sino porque eran víctimas de la pose de escritor maldito, algo que parecía imprescindible para entrar en nómina de la Compañía.
Siempre le había llamado la atención que la Compañía tuviera una plantilla tan numerosa de escritores y apenas contara con otros artistas, como pintores o músicos. Suponía que la clave estaba en el continuo ir y venir de los escritores entre la ficción y la realidad.
Se le acabó el cigarrillo y se le quitaron las ganas de seguir cavilando. Tiró la colilla y la pisó con la suela del pie derecho. Había una papelera cerca. Pero todo estaba tan limpio y ordenado que sintió el impulso de ensuciar un poco. Volvió a casa para poder seguir fumando lejos de las cámaras que plagaban todo el exterior.
No empezó a fumar hasta que estuvo con Natasha. Ella fumaba. Mucho. Y a él le encantó el regusto a nicotina de sus besos. El benceno, las nitrosaminas, el formaldehído y el cianuro de hidrógeno no eran sustancias cancerígenas, eran filtros de amor. Empezó a fumar porque cada calada le recordaba la boca de la espía. Saboreaba el humo como si fuera la saliva de Natasha. Al romper con ella, quiso dejar de fumar, pero estaba claro que no sería tarea fácil. Le había dejado el corazón roto y las células llenas de nuevos receptores para la nicotina ansiosos por recibir su dosis. Soledad y dedos amarillos.
Miró el reloj. Cómo pasa el tiempo cuando se pierde. El escenario cambió. Ya no estaba en el parque. Estaba en mitad de un pueblo. Podía ver una iglesia y un montón de gente agolpada a la puerta. Todos iban muy bien vestidos como si fueran de boda. Entonces supe que la que estaba a punto de salir vestida con traje de novia y recién casada era A**. La gente empezó a lanzar arroz y pétalos de rosa. Yo estaba muy lejos pero un grano de arroz me cayó en el ojo. Me hizo mucho daño y empecé a llorar como un bebé. Lloraba a gritos y me preocupaba que la gente empezara a mirarme pero en realidad yo no estaba allí. Desde luego, aquel sueño que estaba leyendo no era el mejor ni para dejar de fumar, aunque solo fuera un momento, ni para dormir bien después de una dura jornada de trabajo.
Todos los sueños estaban manuscritos, como si formaran parte de un ejercicio de redacción. Por cómo escribían, los soñadores eran adultos pero escribían como malos estudiantes llenos de ínfulas literarias. Tal vez la Compañía seguía sin confiar en él y todo eso no era más que una broma de mal gusto en la que lo habían engañado para hacer de jurado en un concurso literario de pacotilla. El que soñaba con A** había usado una estilográfica para redactar. Y el papel era bueno. Sería un hombre rico o poderoso. O un pobre diablo con aires de grandeza. A saber. Su mano había ido pasando por el papel dejando huellas de grasa, células epidérmicas muertas y otras asquerosidades por el estilo. Su emoción al recordar el sueño había hecho que apretara en exceso la pluma y los surcos de la escritura eran más profundos de lo habitual. De una y otra manera, el soñador estaba presente en el papel. Restos físicos, restos oníricos.
Se le ocurrió hacer algo extraño. Posó las manos sobre las hojas que estaba leyendo. Fue anulando toda percepción que no fuera el tacto de la celulosa, los rastros de tinta. Poco a poco, pudo empezar a intuir la esencia de quien había escrito.
La Compañía le había enseñado a rastrear cualquier pauta mental. Tenían muchos sabuesos pero solo él era capaz de hacerlo a lo largo y ancho del planeta sin necesidad de máquinas amplificadoras. Una bendición para los que debían cuadrar los presupuestos a finales de año porque esas máquinas consumían toda la electricidad que una pequeña planta nuclear pudiera generar. Un esfuerzo de esa categoría, dejaba al psíquico completamente exhausto. Bien, así tendría la excusa perfecta para abandonarse un par de días en la cama.
Respiró hondo y lanzó su mente en busca del hombre que soñaba con A**. No tenía nada que perder. Lo más probable era que no lo localizara. Pero quizás sus poderes quisieran volver a funcionar y diera con él. ¿Para qué? Bueno, ese tipo de preguntas no eran de su interés. Primero lo encontraría y después decidiría qué hacer. A lo mejor podía ofrecerle una lobotomía a un precio módico. Unas neuronas cambiadas de sitio, un buen chorro de mielina, un par de axones bien cortaditos y, voilá, A** caería en el más irreversible de los olvidos.
Lo más difícil de algo así, de encontrar a alguien no de lobotomizarle, lobotomizar era facilísimo, era el terrible ruido que se metía en su cabeza. Por mucho que ajustara el tipo de pauta que estaba buscando, había miles y miles de mentes emitiendo en frecuencias similares. Así se explicaba en las clases de rastreo. Para un psíquico, cada mente era como una emisora de radio emitiendo en una frecuencia concreta. Bastaba con mover el dial con cuidado y sintonizar con lo que se estaba buscando. Pero, al igual que al buscar una emisora se pasan por zonas de interferencias, al buscar una mente, la cabeza del psíquico se llenaba de pensamientos intrusos. El ruido podía ser tanto que se corrían serios riesgos. De hecho, no todos los psíquicos estaban preparados para algo así. No todos volvían sanos y enteros después de una búsqueda de ese tipo.
Miles de pensamientos se agolparon en su mente. El dolor fue aumentando y amenazó con hacerle perder el sentido. Estaba a punto de desistir cuando, entre el tumulto, identificó lo que buscaba. Ahora, tocaba lo más difícil. Anclarse a la mente deseada y borrar todas las demás. El esfuerzo estaba siendo tan grande que la mano derecha estrujó el papel que sostenía. Se había olvidado de la colilla que colgaba de sus labios y al apretar los dientes, la partió en dos. Estuvo a punto de atragantarse con la parte del filtro que cayó dentro de su boca. El susto le hizo perder la concentración y el contacto con el escritor de sueños.
Era imposible recuperar el contacto, al menos por aquella noche. Pero ya sabía lo suficiente para ir directo al grano la próxima vez. Había averiguado algunas cosas. El tipo no tenía vínculo alguno con la Compañía. Estaba siendo tratado en una clínica por un trastorno del sueño, insomnio persistente o algo así. El 27 de abril de ese año, su actividad cerebral durante el sueño fue nula durante unos pocos segundos. Como si el sueño hubiera desaparecido. En su lugar había quedado un extraño agujero. Le sucedió exactamente lo mismo al resto de pacientes de la clínica.
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El enésimo fin del mundo #PGP2022
Sciencefiction¿Qué pasaría si, al final, fuera verdad que todo ha sido un sueño? ¿Y si no somos más que el producto de alguien que está soñando? ¿Qué sucedería con el mundo si se ese alguien se despertara? ¿Y si hay un inmenso despertador a punto de sonar y acaba...