Dos pares de obsequios

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En un castillo que se encuentra más allá de las montañas, hijos de reyes, nacieron dos niños de cabellos rubios y ojos ambarinos el primer día de verano.

Tal era la belleza de los niños que palabras sobre ella fluyeron hasta trascender las fronteras del reino, llegando incluso a oídos de las hadas. Una de ellas, curiosa, sin demora visitó el castillo para contemplar los encantos de la princesa y el príncipe de Oro, así llamados.

El hada Ébano era la encarnación de la belleza. Tenía la piel oscura y ojos del color de la amatista. Ella, conmovida por la lindeza de los niños, les obsequió su destino en dos pares de regalos, uno para cada pequeño.

Un castillo de oro y un caballo del mismo metal precioso fueron la primera ofrenda. La segunda consistía en un pájaro de oro, encerrado en una pobre jaula de madera, y un árbol que daba manzanas doradas, que en lugar de crecer en los jardines del castillo germinó en el hogar de quien, según el hada Ébano, sería el verdadero amor del príncipe de Oro.

De estos dos últimos obsequios, el segundo cayó en el olvido. El pájaro de oro, por su parte, fue colocado en una nueva jaula, dorada, decorada con piedras preciosas. Sin embargo, a pocos días de haber sido despojado de su jaula de madera, el pájaro dejó de cantar.

—¿De qué sirve tener un pájaro que no canta? —preguntaban todos los cortesanos al observar al ave en la sala del trono—. Por más dorado que sea, poca gracia tiene; ni siquiera sus plumas son bellas.

Ante las críticas de los nobles, los reyes no tuvieron más opción que enviar al pájaro de oro, junto con su fastuosa jaula, al jardín más apartado del castillo. Ahí permaneció el animalillo luengos años hasta que, un día, sus cuidadores dejaron la jaula abierta por accidente y el pájaro escapó.

Pasó el tiempo, y con este la belleza de la princesa y el príncipe de Oro no hizo más que crecer. La princesa aprendió a viajar, y apenas tuvo edad suficiente comenzó a buscar aventuras en reinos vecinos, volviendo siempre al Castillo de Oro, en donde estaba su familia. Como heredera al trono, ella no podía descuidar a su tierra ni a su gente.

El príncipe, en cambio, se dejó corromper por su belleza y por la de los objetos. Al no ser el heredero al trono, se ocupaba poco de los asuntos del reino, a excepción de las celebraciones, que organizaba con dedicación. El muchacho era algo arrogante, además de que siempre vestía con trajes confeccionados por los mejores sastres del reino —a los que no siempre les pagaba bien—, compraba joyas y solía irse de juerga en secreto, causando escándalo en todo lugar que pisaba.

El joven tenía como pareja a otro príncipe, igual de hermoso e incluso más materialista, con quien salía a cazar una vez a la semana. Tan enamorado creía estar de él, que no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que, decidido, el príncipe de Oro decidiera proponerle matrimonio.

Se planteó hacerle su petición durante el baile que organizó para la primavera, así que eligió con sumo cuidado al sastre con quien mandaría a hacer el traje que vestiría esa noche y ordenó a los sirvientes del castillo que, en la fecha del baile, procuraran a su pareja como si fuese el anfitrión del convite.

Al príncipe de Oro solo le hacía falta una cosa para que su plan saliera perfecto: un anillo de compromiso tan bello y costoso que fuese envidiado por todas las personas, solteras y casadas, en su reino y en todos los dominios cercanos.

El Zorro y el PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora