Canciones de lluvia y bosque

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—Te perdonaré la vida, jovencito —dijo el rey—, si te demuestras capaz de conseguirme a la bellísima doncella que vive en el Castillo de Oro, la princesa. Si lo logras, te daré como recompensa también al caballo de oro... 

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Esta vez el príncipe sí que se pensaba condenado. Más que nunca. Comenzó a echar de menos su cabeza, aunque todavía la tuviese bien pegada al cuello, pues el rey le había pedido una atrocidad. ¿Cómo podía decirle que le consiguiera a una persona?

Observando la pena que embargaba al príncipe, su amigo zorro se volvió a cruzar en su camino.

—Debería abandonarte a tu desgracia —sentenció el zorro—. Ignoraste lo que dije sobre la silla correcta del caballo de oro.

—¡No sabes cuán difícil es ver a un animal tan hermoso con una silla maltrecha! Si supieras leer y revisaras los libros sobre arte y armonía que hay en mi castillo, lo entenderías. ¡Es una injusticia!

—¡Es mucho más fácil atender mis instrucciones!

El muchacho resopló, desesperado. Tras un momento, el zorro otra vez habló.

—¡Qué lástima me das! Solo por eso me dispondré a ayudarte de nuevo —dijo, con el tono más pretencioso que pudo recordar de cuando era humano—. Sé bien dónde está el Castillo de Oro y, por consiguiente, la princesa. El camino es un poco largo, tendremos que cruzar el bosque... No te preocupes por lo de llevarle la doncella al rey, ya encontraremos una forma de evitar que ella se quede atrapada con ese hombre.

Alargando su cola nuevamente, el zorro dejó que el príncipe montara sobre ella, para emprender su camino a paso tan veloz que los cabellos silbaron al viento. No obstante, tal como hubo dicho el zorro, el camino era largo; mientras los amigos cruzaban el bosque, de repente comenzó a llover a cántaros.

Para no resbalar con la tierra suelta. el zorro y el príncipe se refugiaron, empapados, en una cueva. En algún momento, mientras seguía la lluvia, el zorro salió raudo de su escondite, volviendo con un conejo que logró cazar a pesar de la tormenta. Le compartió una parte de su cena al príncipe, quien encendió una fogata con las ramas y las hojas secas que encontró en la cueva.

Ambos comieron, jugaron un juego de adivinanzas y conversaron para pasar la tarde. El zorro le contó al joven sobre sus aventuras en el bosque, además de que resaltó su hábito de lavarse en el río al menos una vez a la semana. Por su parte, el muchacho le dijo al zorro lo mucho que adoraba la música y el arte; apasionado, el joven había estudiado los libros de la biblioteca de su padre, pedía consejos a los muralistas que seguido iban a plasmar sus obras en las blancas paredes del castillo y, además, había aprendido a tocar montones de instrumentos musicales y a cantar. El príncipe podía no ser tan buen arquero y espadachín como sus hermanos, sin embargo, era un gran artista.

Fue cuando cayó la noche que terminó el pacífico momento entre el príncipe y el zorro. Afuera de la cueva, el cielo comenzó a caerse. Truenos y relámpagos dominaron la tierra, a la vez que las nubes negras cubrieron la luna y las estrellas, dejando al bosque en la penumbra.

El príncipe, nada acostumbrado a pasar las noches de tormenta en un lugar que no fuese el castillo, se asustó al primer rugido de la intensa lluvia, pues la oscuridad y las repentinas luces de los relámpagos eran de las cosas a las que más temía. Sobra decir que pensar en las condenas a muerte que cargaba sobre su espalda empeoraban el asunto; la tempestad parecía provenir de sus escandalosas cavilaciones.

Por su parte, el zorro tenía un frío tremendo; incluso cerca de la fogata, cuya llama poco a poco se extinguía, el pobre animalillo no paraba de temblar. Intentó soportar el aire gélido de la cueva lo más que pudo, pero apenas pudo tolerarlo el tiempo suficiente como para caminar hacia el humano y acurrucarse en su regazo. En ese momento, ambos se sintieron en calma.

El Zorro y el PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora