Capítulo 4

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Capítulo 4: Mis aves de la misma especie (cada vez se parecen más a centuriones)


Tres hombres estaban parados en un balcón donde antes había dos. Un rey mortal, un príncipe mortal y su maestro de ojos rojos. En los jardines de abajo, los viajeros se estaban reuniendo, la mayoría cansados de su viaje de cada rincón del vasto reino. Incluso ahora, seguían llegando más a la capital, observando con confusión, un aviso de conscripción guardado en sus bolsillos o aplastado entre dedos nerviosos.

Todos los ciudadanos aptos del reino son llamados al castillo del rey, decían todas las cartas, llevadas de ciudades bulliciosas a aldeas tranquilas por mensajeros en los caballos más veloces del reino y aves mensajeras que tomaban sus familiares rutas plasmadas por el viento. La guerra se acerca y es momento de defender tu patria.

La carta de conscripción continuaba especificando que solo aquellos por encima de los dieciocho años podían formar parte del ejército del rey. Muchos habían optado por ignorarlo. Entre la horda que se dirigía lentamente al corazón del reino estaba un chico de cabello castaño a un año de la edad estipulada. Mantenía puesta la capucha de su desgastada capa, para que nadie pudiera ver los trazos de la niñez todavía grabados en su piel como una marca.

Alguien lo notó. Fue una chica con cabello tan rosa como los hibiscos que cultivaba en su jardín. Había vivido en la ciudad toda su vida. Una vez, un hombre con el mismo cabello rosa hibisco había entrado en su florería, sus ojos sombríos y desenfocados. Le había preguntado si tenía rosas amarillas a la venta, y las había comprado todas. Solo hasta después se había dado cuenta de quién era el hombre, pero para entonces ya se había ido, dirigiéndose hacia el bosque que rodeaba la ciudad. Ahora, caminaba por las calles de la ciudad que se habían vuelto desconocidas en el transcurso de una semana. Había dejado su jardín al cuidado de un anciano vecino. Había dejado un letrero en la puerta de su florería, diciéndoles a los clientes esperanzados que estaba cerrada indefinidamente. No había nada más que hacer ahora mas que seguir el curso de la multitud, vigilando a un extraño que definitivamente era mucho más joven, preguntándose si viviría más que ella.

Pasaron debajo de las puertas del castillo, donde una mujer a la que llamaban la Capitana vigilaba atentamente. Estaba bajo las órdenes de rechazar a cualquiera demasiado joven, demasiado enfermo o demasiado viejo, pero cada vez que los miraba a los ojos, solo se veía a sí misma. Se había abierto paso hasta su posición, se había asegurado de ganar su reputación y había vigilado a la familia real por más de una década. Fue su obstinación lo que la llevó hasta donde estaba, adornada con medallas del rey, tanto viejas como nuevas. Era obstinación lo que veía en estas personas ahora. Así que mientras cumplía con su deber al cerrar el paso a los más jóvenes, los más enfermos y los más ancianos, si se daba la vuelta por un momento cuando una vieja guerrera hacía lo mejor por esconder las arrugas del dorso de sus manos cicatrizadas, o cuando un chico de diecisiete años jalaba su capucha para ocultar su cara, o cuando un herrero de mandíbula tensa de la ciudad pasaba cojeando con un pie roto que no se había curado aún... bueno, ella también consideraría ese su deber.

Cuando el chico y la florista se encontraron en el jardín, estaba lleno de gente. Las personas estaban hombro con hombro, empujando y jalando como una marea sobre los restos pisoteados de las flores de la reina fallecida. La florista hizo una mueca cuando sus botas pasaron por pétalos y tallos, devolviéndolos violentamente al suelo. El chico no se dio cuenta de las flores en absoluto. Él estaba viendo el balcón, mirando al hombre cuyo llamado fue respondido por miles.

La mayoría de ellos nunca había visto a su rey antes, pero todos habían escuchado las historias de un chico coronado en la víspera de su decimosexto cumpleaños luego de la desaparición misteriosa de su padre —o muerte, o asesinato, dependiendo de qué rumores creyeras— y guiado por un extraño consejero. Un reino de paz nunca tendría razón alguna para conocer el nombre de Technoblade, pero aquellos que escucharon la historia popular de un emperador de ojos rojos de una tierra fría y distante, susurraban entre ellos por el parecido, o la coincidencia, o cualquier palabra que pudieran usar para explicar la creciente inquietud en sus entrañas.

Passerine - traducción al españolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora