Prólogo

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Habían quedado en que sería una noche tranquila. Algo más tarde brindaron con el primer chupito y mientras el licor les quemaba la garganta ambas olvidaron esas palabras. Fueron de bar en bar, compartiendo cervezas y bromas mientras reían y poco a poco se iban relajando.

Había sido una semana larga. Noa por fin se había metido de lleno en un proyecto que llevaba tiempo queriendo sacar adelante, la restauración de una bella – y bastante destrozada – cómoda de época. ¿De cuál? No se sabía; la pobre estaba algo hecha polvo por el tiempo y aunque Noa insistía en que podía recuperarla realmente era la única que lo creía de verdad. La realidad era que aunque estaba avanzando iba bastante más lenta de lo que le habría gustado y esa noche estaba simplemente agotada. Adela, por su parte, estaba a dos noches y tres cafés de terminar un importante trabajo para una de sus asignaturas favoritas. Por supuesto, esto implicaba que se había complicado la vida mucho más de lo que necesitaba y lo que debería haber sido una simple reflexión en base a unos pocos textos facilitados por su profesora se había convertido en toda una investigación que ya llevaba veinte páginas más de lo razonable. Pero ambas estaban felices, la cerveza estaba fría y la música no dejaba de sonar. ¿Qué más se podía pedir?

Quizá tuvo que ver que era una noche de principios de mayo; empezaba a hacer calor y el cambio las había pillado por sorpresa igual que a todos los demás. De repente, la primavera había atacado sin piedad y las ganas de salir a bailar, a reír y a festejar habían sido indomables. Así que en lugar de intentar contenerse, las habían abrazado sin dudar. Una brisa cálida las envolvía mientras se iban mezclando más y más con la muchedumbre que había a su alrededor. Dos chupitos con los turistas alemanes; una conga con las chicas de la plaza de Cervantes y una ristra de selfies con ese grupo de universitarios itinerante que noche sí noche también recorría las calles sin cansarse nunca de la fiesta.

Llegaron juntas a su bar favorito. El Elysio llevaba abierto un buen rato y ya estaba bastante lleno cuando se colaron en su interior. Su cantante favorita las recibió en los altavoces y al otro lado de la pista el camarero empezó a llenar dos vasos nada más verlas. Ya se conocían; eran varios años de acabar la noche ahí. Algunas veces también la empezaban, mientras que otras no salían hasta que el sol y el hambre las obligaban.

Habían empezado la odisea algo antes de que atardeciera. Para cuando entraron en el Elysio, hacía un buen rato desde que la luna se había unido a la fiesta. Fuera todo estaba oscuro, íntimo y tranquilo. Allí dentro, sin embargo, era otro mundo. El lugar vibraba. No era exactamente grande, pero la gente no tenía problemas con rozarse. Las luces violetas y azules iluminaban una pequeña multitud que bailaba y saltaba al compás entre gritos de alegría, cada uno haciendo sin reparos lo que el cuerpo le pedía.

Se separaron. Eso lo sabía, aunque le era imposible discernir cuando. En algún momento, Noa se encontró sola, batallando por procesar un recuerdo borroso de Adela en brazos de un desconocido. Una sonrisa tonta, una risita y otro trago de ron terminaron de llevarse el recuerdo y arrastrarla a la pista a seguir bailando. Cerró los ojos, ignorando todo mientras se dejaba llevar disfrutando la música. Saltaba arriba y abajo, girando y bailando con más fuerza de la necesaria. Por la mañana le dolerían los pies y los hombros, pero en ese instante ese ímpetu era exactamente lo que necesitaba.

La vio al abrir los ojos. Ella tardó un rato en mirarla de vuelta. Estaba ocupada con su propio grupo de amigos, bailando con bastante más calma entre el mar de gente. Y quizá, si Noa hubiera dejado de mirar, nada habría pasado. La desconocida habría alzado los ojos para encontrarse con la nada y habría seguido a lo suyo. Habría vuelto a casa igual que había salido y sus caminos nunca se habían cruzado. Pero Noa no pudo apartar la mirada.

Era alta, algo más que ella, casi una cabeza. Tenía el rostro fino y afilado, con pómulos altos y rasgos delicados. Alrededor de los ojos llevaba pintadas líneas y círculos de forma sutil pero atractiva e incluso a esa distancia, con toda la pista de baile por el medio, podía decir sin lugar a dudas que le debía de haber llevado horas conseguir ese efecto. Iba peinada con un elaborado recogido lleno de trenzas adornadas con cuentas que parecían perlas. De repente, se encontró a si misma poniéndose de puntillas y sin ser consciente empezó a moverse hacia ella, tan solo un compás más despacio.

Y, quizás, ese fue su error.

La extraña le miró. Clavó un par de inteligentes ojos azules en los suyos y Noa sintió cómo su corazón se saltaba un latido. La vio sonreír y por la mañana recordaría haber pensado de pasada que tenía los dientes tremendamente bien cuidados, blancos y un poco... ¿afilados? En aquel momento, en todo lo que pudo centrarse fue en que le estaba mirando. Las luces mitigaron un poco su rostro sonrojado, pero no hicieron nada por protegerla mientras caminaba hacia ella. No le dijo nada, pero no hizo falta y de repente ese compás que le faltaba ella lo recogió; en cuestión de segundos estaban bailando juntas y todo el mundo a su alrededor había desaparecido. La música las ensordeció y en algún momento la bebida desapareció de su mano. Lo siguiente que supo fue que estaba avanzando y sus manos se movieron solas hasta agarrar su camisa, blanca y llena de lo que parecían diminutos diamantes. Por un momento, todo en lo que pudo pensar fue en que la tela era increíblemente suave. Luego la miró a la cara y se quedó sin aire. Tan de cerca, resultaba algo abrumadora. Su rostro era demasiado simétrico, su barbilla demasiado fina, sus ojos demasiado azules. ¿Era normal tener una pupila tan pequeña? ¿Habría tomado algo? Tragó saliva, clavada en el sitio. Se sentía pequeña y algo cohibida ante la mujer, aunque ahora que estaba a su lado veía que solo le sacaba media cabeza. Sus ojos relucían como si se estuviera burlando de ella, pero también estaban llenos de curiosidad. Oyó una risa baja, gutural, mientras la extraña le cogía las muñecas y las apartaba con delicadeza de la tela. En lugar de soltárselas, las acarició con las manos, recorriéndole la palma con el pulgar mientras su sonrisa se tornaba más y más traviesa. A Ainhoa le daba vueltas la cabeza.

Nunca supo exactamente cuantas canciones pasaron moviéndose juntas, sin dejar de mirarse. Podría haber sido una, podrían haber sido cinco. Pasaron como un suspiro y cuando la extraña dejó de mirarle un instante para señalarle un rincón con la barbilla, le faltó tiempo para seguirle. Notó cómo la mujer le agarraba con delicadeza de la cintura y le sentaba sin esfuerzo en una de las sillas altas que había pegadas a las paredes. Se besaron sin esperar a nada y por un momento le pareció que le había explotado el mar en la boca.

La desconocida sabía a sal y a tequila y había colocado las manos en la pared que tenía detrás, a ambos lados de su cabeza. Estaba atrapada y sin perder el ritmo Ainhoa la atrapó de vuelta, acariciándole la cara y tirando de ella para que no dejase de besarla. Se encontró gimiendo quedamente, el sonido ahogado por la música. La oyó reír, pero no era gracioso. Gruñendo la besó de nuevo, quería más. Mucho más. Aquella mujer hundió las manos en su melena y al sentir la presión no pudo reprimir un jadeo. Se besaron una y otra vez, sin descanso, hasta que empezó a faltarle el aire. Se agarró a ella tercamente, no queriendo separarse. Empezó a marearse, la cabeza dándole vueltas y pronto sintió cómo se inclinaba hacia un lado. Vio el suelo acercarse a cámara lenta, pero solo podía pensar en que no quería dejarla ir todavía.

En un último intento por retenerla cerca, tiró de lo que tenía más a mano y cayó, sumiéndose en un sueño profundo e inquieto.

Bajo tu pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora