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Según el ordenador interno de la Libre Occidente habían pasado dos años y siete meses desde que dejaron la órbita de Saturno. La Tierra y la Luna brillaban ante las dos lanzaderas espaciales con una luz inusual. Ambas tripulaciones se sorprendieron por la gran cantidad de satélites que orbitaban inertes al planeta.

—La última vez que la vi no había tantos aparatos de esos dando vueltas a su alrededor –soltó con pesadez Hicks, acompañado por Armstrong y O'Neill en su cabina de mando.

Las lanzaderas avanzaron a través del manto de satélites. Había tantos que no pudieron evitar que alguno golpeara la superestructura de las lanzaderas.

—Esto no está bien —gruñó Stones mientras dirigía la Libre Occidente hacia la reentrada—.

—T menos dos. Estable —anunció Adkins—.

—Solo faltaría llegar hasta aquí para freírnos en sus brazos.

—Entramos en la atmosfera —Adkins sintió como se le encogía el pecho—.

La Concordiadescendía a la misma altura que la Libre Occidente. La reentrada, a pesar del temor injustificado del capitán Stones, se llevó a cabo sin sobresaltos para ambas naves. A medida que descendían, la superficie terrestre comenzó a hacerse más nítida ante sus ojos.

—Llegamos a los 2500 metros —Stones maniobró—.

Las lanzaderas cesaron el descenso y comenzaron a sobrevolar la superficie terrestre.

A bordo de la Concordia, Victoria O'Neill contuvo un grito. El paisaje que pasaba bajo ellos era desolador. Hasta donde alcanzaba la vista, el propio terreno era como un océano negro bañado de una especie de ceniza gris. No se distinguían más que miles cráteres de distintos tamaños y restos de escombros esparcidos por dentro y fuera de los mismos. Ambas tripulaciones, mirando a través del cristal, no eran capaces de encontrar un resquicio del color propio de su querido planeta. Buscaban el azul del agua y el verde de los árboles y de la hierba, pero no quedaba nada de eso por ningún lado. Tampoco se percibían movimiento alguno. No veían rastro alguno de hombres y mujeres; no quedaba rastro alguno de civilización.

—Todo está destruido —murmuró Adkins con lágrimas en los ojos—.

Por supuesto, tampoco había rastro de vida animal por ningun lado. Nada se movía, ni en la tierra ni en el cielo. Quizás sí lo hacían las cucarachas, invisibles desde la altura, entre los escombros.

—Todo está muerto. No queda vida en este desierto —dijo Emma Armstrong mientras perdía su mirada a través de una de las ventanas laterales de la Concordia—. Todo está muerto.

Perdidos en el tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora