Necesitaba acallar las voces de su cabeza de alguna manera. La que fuera. A veces le ardían los nudillos y tenía que machacar a algún crío del barrio, a veces con follarse a alguna tía lo suficientemente fuerte bastaba. Y otras veces no era suficiente.
No eran exactamente palabras, sino un murmullo constante, un pitido en sus oídos. Se pasaba la vida deseando que se apaciguara, clamando por un poco de silencio. No lo decía en alto, claro. Eso era algo que tenía bien aprendido. Se lo explicó su hermano Mike cuando eran críos.
"Escúchame, aprende la lección rápido: que nadie se de cuenta. Que nadie se entere de que los escuchas"
Se asustó mucho. Él ni siquiera le había dicho a Mike que las voces estaban ahí.
"Compórtate como los demás. Compórtate como los demás si no quieres que te pase lo que a Lizzie"
Nadie hablaba nunca de Lizzie. Su madre no hablaba de Lizzie, los vecinos no hablaban de Lizzie. Solo su padre, cuando estaba borracho. Él apenas se acordaba de Lizzie. Solo de sus gritos.
"Si haces como Lizzie, si les dices que los escuchas, te van a llevar al manicomio. Y allí te vas a morir sin volver a ver el sol nunca, te morirás encerrado entre cuatro paredes blancas y no volverás a ver a nadie jamás"
No se lo tuvo que repetir más veces, nunca volvieron a hablar del tema. Mike entró en el reformatorio y luego se fue de casa, aunque siguió viéndole por el barrio. Estaban muy unidos. Fue Mike quien le enseñó a disparar, fue con Mike con quien cometió su primer robo y fue Mike quien le enseñó que tenía que ese tipo de cosas las calmaban. Porque la cárcel era mucho, mucho mejor que el manicomio.
Porque él no estaba loco.
Se anudó la tira de goma al brazo sin demasiado cuidado y esperó un poco.
Era peor cuando se callaban, aún así. De verdad que lo era. Después de tanto ruido el silencio era aterrador y se encontraba a si mismo solo, llorando. Como si fuera la única persona sobre la faz de la tierra. Como si estuviera bajo el agua, flotando, donde nada te llega de verdad. Cuando eso pasaba entendía a Lizzie. Entendió que se intentara cortar las venas y que gritara y que mordiera. Se preguntaba qué habría sido de ella.
No lo soportaba. En esas épocas era cuando más se le iba de las manos, cuando más loco se volvía. No podía con la soledad cuando no la escogía él, de verdad que no podía. Se pasaba la vida intentando lograr el silencio y cuando lo tenía entre las manos, cuando se hacía palpable, le volvía loco. El eco de sus propios pensamientos le volvía loco, su propia voz resonaba en los rincones de su mente.
Mordiéndose la lengua con cuidado comprobó que la jeringuilla absorbiera todo el contenido de la cuchara. No era mierda muy buena, pero era la que había podido conseguir a última hora. Pensó que después de echar un polvo en la Vieja Europa se sentiría lo suficientemente cansado como para dormir a pierna suelta, pero la realidad era que las piernas aún le temblaban. Puto Rusty y sus delirios, podían haberse matado. Puto Rusty, hijo de puta, cabrón miserable. Había estado a punto de mearse encima. Si no le soltó una hostia fue porque no le quedaba fuerza en los brazos.
Miserable, podían haberse matado.
Hostia puta, podían haberse matado.
Sacudió la cabeza y se encontró con su reflejo en el retrovisor de un coche de policía que reposaba sobre la mesa. Llevaba años allí como un trofeo, recordándole aquella vez que le prendieron fuego a un coche patrulla. El madero que iba dentro se salvó, pero a él le pareció un triunfo igualmente.
Tenía los ojos algo hinchados y enrojecidos, pero ya. Por lo demás, todo bien. El pelo rubio algo pegado a la cabeza por el sudor, pero ya. Quizás la piel un poco más pálida, pero aún seguía presentando mejor aspecto que cualquiera de los otros. Daba igual lo que hiciera: que no comiera, que durmiera poco, él seguía siendo guapo y teniendo un ejercito de adolescentes y no tan adolescentes detrás. Estaba bien.
Su gesto le pareció natural, de todas formas. La jeringuilla en la mano derecha, el ceño fruncido, el brazo izquierdo preparado. Como un animal, pensó. Ultimamente así se sentía: como una fuera en una jaula. La televisión sonaba en el salón. Su padre dormitaba, borracho, y su madre hacía meses que no pasaba por allí. Es más, ni siquiera sabía si estaría o no viva. Y tampoco le importaba. A nadie le importaba, en realidad.
La aguja se clavó en su brazo en un gesto mecánico. Se veían algunos pinchazos algo enrojecidos, difuminados. Lo último que quería era tener pinta de yonki.
Brando cerró los ojos mientras notaba la heroína mezclándose con su sangre y fluyendo por su cuerpo. Al instante, más por un efecto mental que por la propia droga, sus músculos fueron invadidos por un calor suave, un sopor apacible. Sonrió, antes de desplomarse.
Entonces echó a volar.
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Manchados
RandomLa tribu de los manchados se había ganado su nombre por la mancha en el rostro de su líder, Tiago, un espectro blanco que cruzaba el color canela de su frente, de sus mejillas. Eran seis y se les conocía en el barrio por esos pequeños delitos consta...