Encendí las luces y caminé por ese pasillo. Había gente tirada con evidentes signos de embriaguez.
Todo lucía bastante acorde al final de una fiesta segura: Las risas, los gritos y la música se fueron yendo con las consciencias de las personas. Nadie tenía miedo, ni del volumen de alcohol en su sangre o el efecto del mismo en los otros. Todos se cansaron a la vez. Todos se fueron apagando a la vez. El aire se alivianó, y se ensordeció.
Tambaleaba de forma vaga, tocando con mis yemas las puertas del pasillo, intentando descifrar un patrón específico en las superficies: El número 3. Su habitación.
Entré y le vi. Tenía cierta aura temblorosa, y sabía perfectamente que no era por mi visión ni mi ser etílico hasta el maldito infierno. Era porque también se encontraba ebrio. Nos miramos y reímos. De afuera, comenzó a sonar "Tren al Sur" y yo comencé a balancearme al ritmo arrítmico que mi comprensión me daba cabida. Se acercó.
"¿Te perdiste?" -me dijo mientras sentía cómo olía a licor su aliento-.
Su saliva.
Le asentí negativamente. Sabíamos que yo conocía dónde residían sus sueños y su intimidad todo el tiempo
En el tercero. En el tres.
Un tres, para llegar al cuarto.
Me acerqué, miré su cuello. Tenía un collar bastante agradable para tirar. Y accioné en su contra y favor. Lo acerqué y se dobló.
"¿Crees que puedes ayudarme a encontrarte?" -le dije-.
"No te voy a ayudar, te voy a obligar" -me dice-.
Me abalancé a su rostro y el resto se pierde en medio de la melodía que podíamos sentir. El calor se compartía con tanta rapidez, que poco o nada podríamos notar -si fuese el caso- que estuviese nevando encima nuestro. El deslizar con tanto apuro y fuerza hacía que en algún momento nuestros cuerpos no se sintiesen juntos, sino combinados. Sin embargo, eso podría secundarse si cuento el cómo esos pliegues de músculo y piel se enredaban con los míos. Intentábamos que eso tuviese algún sentido, y entre lo poco que podíamos manejar (porque nadie puede manejar algo que no controla) se sentía como estar comiendo estrellas combustibles. Era una sensación ridículamente enviciante y seductora que nos hacía recuperar -así como la perdíamos- toda la energía invertida en arrancarnos las ganas desde allí, magnificando cada choque y cada necesidad de más. Cada mirada hacia el cielo, y cada cerrada de ojos para sentirlo. Cada acercamiento de manos a donde cayeran, porque cualquier sitio, nos daba más chance para sentirnos uno. Su respiración era un melifluo adictivo. Mi odaxelagnia causada por la ebriedad, era adictiva. Todo era un sistema que hacía de nuestros sistemas dopaminérgicos una fiesta que no se apaga, como las consciencias de los otros.
Las nuestras no tenían de dónde.
Y no tenían porqué.
El roce en el inicio de la boca,
en el cuello,
en el final del cuento.
Buscando como dos lupas, el punto más cerca para encontrar el tono de voz más desesperado,
más risueño,
más ido.
más...
más
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Mis colores para tí.
Teen FictionCartas destinadas a alguien que sin importar el qué, nos atrapa y nos conduce a otro mundo, el amor.