Capítulo 1 - Parte 1

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PARTE 1

Sobre el principio de la historia de Jane Collingwood

CAPÍTULO 1

Junio de 1799, Castle Combe (Wiltshire, Inglaterra)

La señora Collingwood le había mandado limpiar el polvo de la casa. Aquella idea no le pareció del todo bien, pues sabía que la señora le tomaba por un incompetente. Él siempre se esforzaba por realizar sus tareas lo más eficazmente posible, pero nunca recibía la recompensa que esperaba. Ahora le había mandado limpiar el polvo, una tarea de lo más sencilla, pero cargada de dobles sentidos. Él sabía por qué le había mandado ese trabajo a él y no a la sirvienta, como acostumbraba a hacerlo. No se trataba de que Lucy estuviera a otros menesteres y no pudiera ocuparse de tan simple tarea. No. El motivo eran los platos. La vajilla de porcelana que accidentalmente se rompió por el derrumbamiento de la alacena. ¿A quién echaron la culpa? Evidentemente al criado Albert. Él siempre tenía la culpa de todo. Esta vez había montado mal la alacena, y por eso la vajilla que había pertenecido durante décadas a los Collingwood se había destrozado.  Todo por culpa de Albert.

            A partir de ese día, los señores Collingwood le empezaron a tomar menos en serio de lo acostumbrado. Le trataban como al tonto del pueblo, y por eso le encargaban las tareas más sencillas, como si no le creyeran capaz de desempeñar un trabajo en condiciones. La tarea de limpiar el polvo le tocó la moral. Pero él le tenía mucha admiración al señor, por lo que no quería marcharse sin más. Para él era un honor servir en la casa de un científico de la talla del señor Collingwood. Pero las cosas no podían seguir así. Enfrascado en su humillación, decidió vengarse de sus patrones.

            El sótano era el lugar sagrado del señor, y todos los sirvientes tenían la entrada prohibida. Pero Albert era conocedor de los rumores que se esparcían entre el servicio. Todos estaban convencidos de que el señor estaba creando un artilugio que cambiaría el curso de la historia. Nadie sabía de qué se trataba, pero sí de que el que osara entrar en él se quedaba en la calle. Toda la servidumbre conocía la historia de Mary y de su despido inmediato, así que nadie se volvió a atrever a intentar entrar en el sótano.  Pero, si Albert se atreviera, si lograra entrar y descubrir aquel invento, el señor ya no podría tratarle como a un tonto. Tendría un motivo para sobornarle. Un ascenso laboral a cambio de guardar silencio para siempre. Eso era lo que más deseaba.

            Aquella noche los señores habían salido. El matrimonio Dewitt les había invitado a una velada en su casa. Marcharon a la hora de la cena, pero el señor se  había olvidado de asegurarse de que la puerta del sótano había quedado bien cerrada. Qué tonto había sido el señor Collingwood.

            Esperó a que todo el servicio se hubiera retirado. No podía levantar sospechas.

            A medianoche, llegó su momento tan esperado. Haciendo el menor ruido posible, abrió la puerta al sitio más sagrado de la casa. Estaba tan nervioso que las manos le sudaban, y le costó mucho esfuerzo lograr abrir la puerta. El corazón le latía apresuradamente. Entonces, un extraño ruido le puso alerta. Empezó a oír pasos en el piso de arriba, y entonces supo que si no habría la puerta inmediatamente, todos sus esfuerzos habrían sido en vano.

            Antes de que nadie hubiese podido llegar hasta donde él se encontraba, ya estaba dentro del sótano con la puerta cerrada tras de sí. Toda la habitación estaba a oscuras. Encendió una cerilla y bajó rápidamente las escaleras. Se sentía tremendamente feliz, pero a la vez muy asustado. Su felicidad se debía a que él era el único que había logrado burlar al señor Collingwood, pero había algo más.

            Hace tiempo que sabía de las excentricidades del señor. Tanto, que había llegado a un punto en el que Albert le creía capaz de cualquier cosa, y le asustaba el descubrir en que había estado trabajando los últimos días. El señor era como si fuera el mismísimo Leonardo DaVinci. Si lo que hubiese encontrado en aquel sótano fuera un artilugio que le permitiera volar tan alto como los pájaros, o poder respirar debajo del agua como los peces, o incluso un artefacto que le permitiera volar más alto incluso que cualquier pájaro y poder llegar a ver de cerca las estrellas o la luna, no le habría extrañado en lo más mínimo.  Pero lo que vio en aquel sótano, no tenía nada que ver con eso.

            Bajo la tenue luz de la cerilla, se podían observar todas las paredes llenas de papeles y de dibujos extraños que Albert no alcanzaba a comprender, además de un reloj de cuco de pie. Albert era incapaz de comprender qué significaba todo aquello. ¿Por qué tanta prohibición si lo único que tenía que esconder era un reloj? No le gustaba pensar que el señor en realidad no fuese el gran científico que admiraba.

            Se disponía a marcharse de allí cuando vio una tenue luz que salía de las manecillas del reloj. Intrigado, se puso a examinarlo detenidamente. Abrió la puerta de cristal que protegía el péndulo y lo tocó, en un intento de hacer funcionar el reloj. Entonces, de repente, todo el reloj se iluminó y tanto las manecillas como el péndulo se empezaron a mover descontroladamente. Se empezó a tambalear el suelo, y como consecuencia el estómago se le empezó a revolver, y le entraron náuseas. Las manecillas del reloj no paraban de moverse. Empezó a sentirse ligero, muy ligero. Entonces, sin saber cómo, el reloj paró de dar vueltas, el péndulo se quedó quieto, y las luces se apagaron. Se había vuelto a quedar completamente a oscuras.

            Entonces alguien entró en el sótano.

Jane CollingwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora