Junio de 1799, Castle Combe (Wiltshire, Inglaterra)
A medianoche, los señores Collingwood llegaron a su casa. Marianne Collingwood no había vuelto a pronunciar una palabra a su esposo, debido a su nefasto comportamiento en Newark Park.
Sin embargo, los motivos de John Collingwood para mantenerse callado eran completamente distintos. A él le traía sin cuidado lo que pensaran los Dewitt. No le importaba en absoluto su mansión construida para los Tudor, ni tampoco sus títulos. Esa noche solo había una cosa que merecía su atención.
Se bajaron de la calesa ya en Edenfield, y John Collingwood se dirigió directamente hacia la puerta. Caminaba deprisa, dejando atrás a Marianne y temiéndose lo peor. Una doncella le abrió la puerta y, como si ella no estuviera, no le hizo el más mínimo caso. Avanzó hasta las escaleras que llevaban al sótano. Con la mayor rapidez posible abrió la puerta. Las manos le temblaban y trató de convencerse a sí mismo que todo eran imaginaciones suyas. Sólo él tenía la llave, así que nadie podía entrar.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando se dio cuenta de que al darle la vuelta a la llave, la puerta no se abría. Volvió a repetir el mismo movimiento, pero esta vez en el sentido contrario y la puerta se abrió. Abrió sus enormes ojos negros, que parecieran a punto de salírsele de las órbitas. Había cometido uno de los mayores errores de su vida. Se había olvidado de cerrar la puerta con llave.
Entonces comprendió a qué se debía su extrema preocupación durante toda la velada en Newark Park. Su subconsciente sabía que se le había pasado por alto el cerrar la puerta, y ésa había sido su manera de avisarle. Pero se había dado cuenta demasiado tarde. Lo único que deseaba en esos momentos era que nadie se hubiera dado cuenta de que el sótano había estado abierto, especialmente ese criado que no hacía nada más que molestar haciendo preguntas que no eran de su incumbencia.
Tras abrir la puerta, encendió una cerilla que llevaba en el bolsillo. Bajó las escaleras a toda prisa, preocupado porque le hubiera sucedido algo a su invento. De ser así, no se lo perdonaría jamás; ni a él ni a Albert. Porque, de una cosa estaba seguro: Albert habría sido el causante de cualquier destrozo.
Para su sorpresa, al acabar de bajar las escaleras se dirigió a donde había colocado su invento, y descubrió que no había nada. El lugar donde estaba colocada estaba vacío. Su prodigioso invento había desaparecido, y sabía perfectamente quién había sido.
Se hinchó de rabia como no lo había hecho nunca. Aquel criado no tenía ni idea de lo que acababa de hacer. Era un completo inepto. Pero ahora estaba todo perdido, ya no había nada que hacer. Su invento había desaparecido y ya no podría volver a recuperarlo. A no ser, claro está, de que volviera a trabajar otra vez desde el principio. Pero antes de eso, tenía algo muy importante que comprobar. Todavía quedaba la esperanza de que simplemente hubiera desaparecido por un robo; de esa manera saldaría las cuentas con Albert en ese preciso instante. De lo contrario, no le quedaría más remedio que volver a construirlo e ir en busca del paleto que tenía por criado.
Mientras tanto, Marianne Collingwood también resoplaba de rabia. Ya se había acostado, pero no podía dejar de pensar en lo que había pasado. John sabía de sobra que aquella familia les había salvado de los chismorreos, por lo que no comprendía cómo se podía arriesgar a perder esa amistad que tanto le había costado conseguir.
Lady Dewitt se había mostrado muy condescendiente con su situación. Al parecer, su hermana pasó por algo similar, por lo que no pudo evitar sentir empatía hacia su persona. Tanto era así, que ella misma se encargó de que pudieran volver a entrar en sociedad sin tener que soportar comentarios maliciosos y cosas por el estilo. Hubo una fiesta en Bath a la que fueron invitados. Se trataba de una gran fiesta a la que asistirían cientos de personas, y por supuesto los Dewitt también estaban invitados. Al tratarse de una familia tan influyente, los anfitriones no pusieron reparos en que fueran acompañados de unos amigos. La gente, al observar que los Collingwood mantenían una amistad con ellos, se mostraba cada vez más condescendiente hasta llegar al punto de olvidar todo lo que había pasado (o por lo menos dejar de hablar de cosas que en realidad no habían pasado). Desde aquel día, Marianne Collingwood tiene a Lady Dewitt en muy alta estima.
A diferencia de Marianne, John está obstinado en hacerla creer que esa amistad no les traía nada bueno. El verdadero motivo de sus recelos es que odia el hecho de tener que asistir a bailes y fiestas. Odia la sociedad en general, y por aquellos lares eso no era bueno para evitar las malas lenguas. A pesar de provenir de una familia de bien, la gente seguía creyendo que podian hablar de lo que les plazca. Marianne estaba segura de que eso era algo que denotaba la lucidez de la que carecían porque, una cosa era comentar amigablemente con tu vecina algún acontecimiento social, y otra inventarte uno solamente por el placer de poner en ridículo a alguien importante. Estaba tremendamente agradecida a Lady Dewitt por todo lo que había hecho por ella.
Intentando serenarse, se concentró en pensar en otras cosas que no le quitaran el sueño. Se convenció a si misma de que, después de todos esos años de amistad, los Dewitt no se habían sentido ofendidos por esa nimiedad. Es más, esos años les debieron de ser suficientes para que se dieran cuenta de que John Collingwood era todo un personaje.
Esa noche tanto John como Marianne lucharon por que lo que pareciera que había pasado, en realidad se trataran de simples exageraciones.
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Jane Collingwood
Science FictionCastle Combe, 1799. Un invento revolucionario que marcará la vida de una familia, los Collingwood, y que supondrá el inicio de las aventuras de una joven del año 2013 en la Inglaterra del siglo XVIII.