Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.
Comprendiendo sin duda -pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.
-Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante -dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.
Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.
-Ahí lo tiene usted, en el diván -dijo-. ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero en seguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.
-Ahí tiene usted a Raskolnikof -repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:
-Si, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
-Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
-¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? -exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
-Yo creía..., yo suponía...-balbuceó- que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince...
-Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta?-le interrumpió Rasumikhine-. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral.
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Crimen y Castigo
Science FictionCrimen y castigo (1866), considerada por la crítica como la primera obra maestra de Dostoievski, es un profundo análisis psicológico de su protagonista, el joven estudiante Raskolnikov, cuya firme creencia en que los fines humanitarios justifican la...