III

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Está mejor -les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera.

Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.

Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.

Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.

-Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado -lijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna-. Y no digo esto como te dije ayer -añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.

-Estoy incluso asombrado -dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez-. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo -añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.

-Es posible -respondió fríamente Raskolnikof.

-Digo esto -continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento- porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.

-Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.

Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.

-¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? -exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado-. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...

Crimen y CastigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora