El noviazgo (I)

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Era la tarde del 20 de diciembre y el ambiente navideño hacía días que había arraigado en el pequeño municipio de Las Cruces. Durante las noches se dejaban oír y ver, alegres y melancólicas a veces, las lucecillas características de la época que adornaban fachadas, pinabetes, uno que otro ficus y los infaltables arbolitos navideños, artificiales las más de las veces.

El frío de temporada también se había asentado, lo que no impedía que los buenos cruceños sacaran las manos de sus pantalones y chamarras para saludar con un efusivo "Feliz Navidad" a quien se cruzara por su camino. Santi Sarmiento fue objeto de muchos de estos saludos en su deambular de aquella tarde, a los que respondió con fingido entusiasmo.

En efecto, cuando las épocas festivas llegaban, especialmente Navidad, su ser se veía invadido por el espíritu de la melancolía. Le sucedía desde siempre y nunca había sabido encontrar la respuesta a aquella repentina tristeza y apatía, que llegaba en oleadas más fuertes cuando estaba solo. Lo que era casi todo el tiempo.

Se preguntaba si era característica de las almas solitarias como la suya.

En varias ocasiones había intentado deshacerse de aquel carácter innato de su naturaleza. Basta decir que terminaba hastiándose de la compañía de sus semejantes y huía a los bastiones de su soledad. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, se sentía excluido de la felicidad general y solo se sentía un elemento más de la vida en sociedad cuando la algarabía festiva empezaba a perderse en el horizonte.

Así pues, aquella tarde de diciembre Santi caminaba por la calle con las manos en los bolsillos de la chamarra, que sacaba sin mucho entusiasmo cuando alguien le dirigía un saludo.

Empezaba a hacerse tarde, había lloviznado, el pavimento estaba mojado y el sol seguía velado por grises cortinas. De modo que estaba más oscuro que lo que correspondía a la hora, y algunas matronas, algún chiquillo travieso, una chica que quería tomarse una foto junto al árbol de navidad, habían conectado las luces con su consecuente parpadeo y musiquilla que a Santi se le antojaba deprimente.

Una pareja de jóvenes, más jóvenes que él, cruzó por su camino tomada de la mano. Lo saludaron con auténtico entusiasmo y por primera vez en la tarde no respondió al saludo, ni con mucho ni con poco entusiasmo. La chica se le hizo muy parecida a la hermana de su amigo Daniel.

Inconscientemente sus pasos lo llevaron a una cantina a la que ya había entrado en un par de ocasiones. Todavía no cumplía dieciocho, pero en el municipio eso no era impedimento para tomarse un trago. Como en todo el mundo, a decir verdad.

No había decido si iba a entrar, pues, aunque unos vasos de aguardiente le ayudaban a salir de la apatía en la que la época lo sumergía, pocas veces andaba sobrado de efectivo.

Se quedó de pie frente al negocio decidiendo si entrar o no. Aún estaba en ello cuando un rostro conocido se asomó por la puerta del local. Santi era poco dado a sorprenderse, pero en esa ocasión se sorprendió.

El rostro conocido pertenecía a Germán Cifuentes, un adulto joven que le aventajaba en ocho años de edad y al que conocía por ser novio de Camila Gutiérrez, una chica que vivía frente a su casa. Lo que le sorprendió fue hallarlo en un expendio de bebidas. Sobre todo, si consideraba que el joven tenía dos años de perseverar en una iglesia cristiana.

—Santiago —dijo, y su voz era la de alguien a quien ya le empieza a hacer efecto el alcohol—, ¿qué haces allí? Entra, ¿es que no sientes la lluvia?

Era cierto. En algún momento la llovizna había reanudado y él no la había percibido. Miró a ambos lados de la calle y entró.

El interior del local estaba cálido. Había varios clientes desperdigados en las mesas y Germán lo llevó hasta la suya, ubicada en una esquina, donde una ventana encortinada permitía ver el exterior. Al mirar a través de las cortinas, casi se vio a sí mismo, de pie, decidiendo si entrar o no.

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