La sospecha

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En una pequeña aldea un agricultor perdió su hacha. Junto a él vivía una familia cuyo hijo mayor siempre le había parecido un punto engreído. De inmediato sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho: miraba a una parte y a otra como si se supiera espiado; sonreía y actuaba con fingida normalidad; todos sus gestos coincidían con los de un ladrón. Escuchó cómo hablaba, escudriñó sus risas, naturalidad forzada. Todo su comportamiento, sin duda, lo delataba. Había sido él. No le quedaba duda. Su vecino había sido el ladrón. En su mente ya se fue forjando la imagen de que el hijo de su vecino era un ladrón. Por las noches cerraba los ojos y pensaba en aquel ladrón que le había arrebatado el hacha y se preguntaba qué sería lo próximo que le robara. Es más, comenzó a plantearse si otros objetos que habían desaparecido antes no habrían sido cosa también de aquel joven.

Sin embargo, tiempo más tarde, caminando por un valle encontró su hacha. No cabía duda, era su hacha. Él había pasado por allí tiempo antes y se le habría caído.

Cuando después volvió a ver al hijo de su vecino y lo observó detenidamente, sonrió con bondad. ¿Cómo había podido sospechar de él? Estaba claro que aquella forma de hablar, esas miradas inocentes y esas risas tan naturales, eran, sin duda, señales inequívocas de un alma cándida, de alguien que en ningún caso podría ser un ladrón.

Cuentos filosóficos anónimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora