Muerte al rey,
larga vida al dragón,
caza al bufón.
Dos horas antes del toque de queda.
Doce años después de...
Kiyomizu Masataka era un hombre con suerte.
Lo supo desde su juventud, mucho antes de aprender a usar los puños. Mucho antes de saber cómo subir a una motocicleta. Muchísimo antes de hacer cabrear a las personas equivocadas. Siempre, por muchos desastres que cometiera, la atención nunca iba dirigida a él; siempre miraban a alguien más, aunque intentara ser el foco de atención. Eso le otorgó libertad, una que supo aprovechar desde temprano. La invisibilidad con la que todo delincuente soñaba, sin miedo a las consecuencias.
Kiyomasa había errado más veces de las que podía contar y pagado tan poco por ello.
No podía ser solo suerte. Nadie podía ser tan afortunado. Al menos, no es su mundo.
No se consideraba un creyente religioso, pero le gustaba pensar que aquello era regalo de una divinidad que pretendía mantenerlo con vida para otra cosa, para algo más. Y lo que sea que fuese, eso lo había acompañado en innumerables peleas, crímenes, fraudes y asesinatos. Siempre salía ileso. Incluso cuando las cosas dejaron de parecer un juego de niños, cuando traicionó y robó a personas peligrosas y huyó, aun así, todavía se mantenía en una pieza. No en buen estado, pero con todas sus extremidades juntas y completas. Razón suficiente para creer con firmeza que el mundo sonreía en su dirección, otorgándole todo lo que necesitaba, guiándolo, dándole una oportunidad. Y él sabía aprovechar las grandes oportunidades.
Y esa noche, su suerte caminaba junto a él hacia la mayor oportunidad de su vida.
🌢
El hotel Duel.
Mejor conocido como un bar lujoso en lugar de un hotel, esto debido a las pocas posibilidades de pasar la noche dentro. Quizá también un poco de club nocturno por las luces neón brillando dentro y fuera del establecimiento. Oculto en el punto más peligroso de la ciudad, en las profundidades de un callejón y detrás de una tienda de motocicletas. Para las personas normales era un lugar inseguro; para las correctas, un faro en la oscuridad. Eso sólo aumentaba su popularidad. Famoso por sus apuestas, intercambios, atenciones y, por supuesto, su exclusividad. Ingresar es un privilegio y salir con los bolsillos intactos, un desafío. Y nada atrae más que lo imposible. Muchos se han empeñado en entrar sólo para demostrar poder salir ilesos. Eso nunca sucedía, claro. Y aquello parecía razón suficiente para aumentar los nombres en la lista de espera.
Pero él no va por fanatismo, tampoco por la tentadora apuesta. Y por supuesto que su nombre no forma parte en la lista de espera, no. Él va dispuesto a hacer un trato con el dueño de Duel. Y tiene la mejor oferta en las manos.
Nadie conoce al dueño, pero todos saben que posee el dinero suficiente para mantener en pie el lugar. Otra razón para querer adentrarse. Los únicos que interactúan directamente con él son, según informes, los empleados cuyo sueldo podría humillar sin piedad a cualquier político. Ciertamente no le sorprendería encontrarse con alguno. Claro, todo a cambio de confidencialidad y lealtad. Kiyomasa había obtenido algo de información a cambio de unos favores y, con total solidez, podía decir que tenía vía libre y el camino asegurado. Era entrar, aparentar por un rato y salir con las manos llenas. Nada que no hubiera hecho antes.
Sus zapatos salpican a cada paso mientras se adentra en el callejón. La lluvia llegó de imprevisto esa noche y podía ver las luces de las farolas reflejándose en los charcos, formando un camino de luces y figuras desiguales. El frío le entumece las extremidades, pero la mano que mantiene aferrada al maletín le arde, como si intentara quemarlo. No hay ni un alma en las calles y aquello sólo aumenta la sensación de irritación. Nadie sale a tan solo dos horas del toque de queda. Nadie tan estúpido. Y ningún establecimiento mantiene las puertas abiertas a esa hora, excepto uno.