Había una vez un mentiroso,
un cobarde y un monstruo.
Y aquel que era las tres cosas.
Mucho antes de...
Hay algo extraño en el silencio de un hogar destruido.
Ella empuja ligeramente la puerta, primero asomando la cabeza para mirar a ambos lados del pasillo. Ningún ruido. Luego, con más fuerza, impulsa con ambas manos sin miedo a que el chillido de las bisagras oxidadas alerte a alguien. Lo primero que sucede cuando pone un pie afuera es el choque de la luz contra sus ojos. El dolor la obliga a llevarse las manos a la cara. Después de tanto tiempo allí adentro su vista debió acostumbrarse a la oscuridad.
Le toma un momento, pero cuando sus ojos dejan de arder lo primero que busca es el calendario, ese que una vez ella pegó a la pared con cinta adhesiva, y mira la última fecha que recuerda haber visto antes de ser encerrada: ocho de septiembre. Cuenta las casillas en voz baja hasta detenerse en la que lleva el número diez. A comparación de otras ocasiones, ésta vez el tiempo no fue tan largo, pero ella siente que han pasado años desde la última vez que estuvo afuera.
Aunque en la casa reina el silencio, ella no se atreve a alzar la voz y recorre silenciosamente la corta distancia entre el armario del que salió y la sala principal. No quiere arriesgarse a la posibilidad de ser encontrada por algún vecino merodeando por ahí.
Su hermano muchas veces le dijo que los vecinos son malas personas que intentarían de todo para alejarla de su hogar, y ella jamás permitiría eso.
El pasillo está vacío salvo los pequeños cristales esparcidos en el suelo. El mango de una botella descansa a sus pies y al final del pasillo está la otra mitad. En la pared hay una mancha húmeda, seguramente el lugar en el que la estrellaron. Eso no es nada nuevo y ella esquiva hábilmente los pequeños cristales, pero la luz entrando a borbones la marea, haciéndola tambalearse. No ha probado bocado en mucho tiempo y su cuerpo apenas logra soportar su peso. Cuando intenta sostenerse de una cortina sus dedos terminan aferrándose a un trozo de tela roído colgando de la ventana, o lo que queda de ella. Se da cuenta entonces del por qué de tanta luz: las ventanas están rotas. Todas.
Su hermano se pondrá furioso cuando sepa que sus cortinas favoritas fueron destrozadas. Sólo espera que no la culpe a ella.
Logra llegar a la sala principal a tropezones. El lugar, al igual que cualquier otra habitación en la casa, está desierto, pero pareciera que un huracán pasó por ahí sin que ella se diera cuenta. Los muebles están al revés, como si alguien hubiese intentando buscar debajo de ellos sin molestarse en volver a ponerlos en su sitio. Hay botellas en todas partes: en la mesa, en el piso, en los estantes. El aire apesta a cigarro. Ella arruga la nariz, pero el olor le resulta reconfortante. Uno de sus hermanos siempre fuma. Deben estar cerca.
Su estómago ruge y el sonido rompe con el silencio de la casa. Siente sus mejillas arder y casi espera oír la voz de su hermano gritándole por hacer ruido, pero no sucede. Deja salir un suspiro de alivio. Será mejor que encuentre algo de comer antes de que sus hermanos vengan por ella.
Cruza la sala con pasos rápidos pero a mitad de camino sus pies encuentran algo caliente. Un escalofrío le recorre el cuerpo. Es un líquido pegajoso y resbaladizo, probablemente el contenido de una botella. Debió pasarlo por alto entre todo el desastre. Baja la mirada y un grito se abre paso a través de ella, pero lo reprime justo a tiempo. Intenta retroceder pero sus piernas resbalan haciéndola caer sobre el gran charco a su alrededor. El color carmesí le mancha la ropa y las manos. Sangre. Mucha, mucha sangre.