Para inclinar la balanza dime, ¿a qué debemos temer? ¿Al reflejo de un vivo o los cristales rotos de un fantasma?
Ese día...
Lo primero que Senju Kawaragi sintió al despertar fue dolor.
Un dolor crudo y asfixiante en todos los sentidos.
Su mente tardó más en volver a través de la neblina, dejándola a la deriva entre el lacerante calor en su cuerpo y la vacía sensación asentada dentro de ella. Luego, como cristales rotos, los recuerdos llegaron y se incrustaron. Cada uno más filoso que el anterior.
Lo último que recordaba era haber estado peleando. Recuerda haberse sentido imparable mientras los hombres caían uno a uno. Aún podría saborear el miedo en sus ojos antes de que ella los apagara para siempre. Estaba tan embriagada en su propia gloria que ignoró todo lo demás y no pudo detener la apuñalada hasta que algo se enterró en su abdomen, atravesando piel y carne. El dolor llegó enseguida, partiendo su cuerpo por la mitad y tirándola al suelo. La oscuridad la acogió instantes después.
El dolor mudo en su abdomen se intensificó como si su cuerpo estuviera respondiendo a sus memorias, arrancándole un alarido. Enterró las uñas en el suelo y la grava le rasgó la piel, pero era mejor que concentrarse en el costado de su vientre. No parecía una herida mortal pero dolía y quemaba como si la cuchilla hubiera sido sacada del infierno.
Intentar incorporarse fue de los peores dolores a los que se sometió. Luces de colores bailaron detrás de sus ojos antes de poder enfocar lo suficiente. Incluso cuando lo logró, no pudo escuchar más allá del zumbido que entorpecía sus oídos y tuvo que valerse de su inestable visión.
El mundo se extendió finalmente ante sus ojos tras varios intentos.
La luz proveniente de las farolas hacía brillar el acero sobre el que estaba apoyada. Se dio cuenta de que había caído sobre los fríos rieles de un carril oxidado, lo que podría explicar algunos de los hematomas en su cuerpo. La estación de tren.
No, no, no, no.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que el pánico le heló la sangre.
Su primera reacción fue ponerse de pie pero sus rodillas cedieron bajo su peso, dejándola caer de bruces contra las vías. Gruñó de ira e intentó levantarse otra vez sin conseguir un mejor resultado que terminar de vuelta en el suelo. La sangre se deslizó de su herida pero no le importó. En el tercer intento el golpe fue tal que el zumbido en sus oídos desapareció y al instante deseó que no lo hubiera hecho.
Un alarido atravesó el aire, congelando cada fibra de su cuerpo. Fue un sonido fracturado y horrible y provenía de algún lugar cerca de ella.
Senju miró en esa dirección. La cabeza le pesaba tanto que temía haber empezado a alucinar, pero habría reconocido esa figura en cualquier parte. A pocos metros de distancia, dándole la espalda y arrodillado en el suelo, estaba Koko. Un charco de sangre se había formado a su alrededor y Senju solo tardó un instante en darse cuenta de que el ensordecedor sonido provenía de él. Estaba gritando. No, no gritaba. Estaba agonizando.
Verlo así fue suficiente para hacerla reaccionar, pero no estaba segura de poder llegar a él sin desangrarse primero. Aun así lo intentó. Senju se arrastró hasta Koko, obligando a su débil cuerpo a soportar la agonía.
Tuvo que trabajar con una mano, tirando de todo su peso mientras arañaba el suelo con las uñas. Su otro brazo se mantuvo en torno a su costado ejerciendo presión sobre su herida. Cada empuje era un latigazo de dolor.
Senju llegó hasta Koko dejando un rastro de sangre tras de sí. Con un último empuje de fuerza intentó alzar una mano para tocarlo, pero sus dedos se congelaron en el aire. Estaba lo suficientemente cerca de él para verlo mejor. Los gritos de Koko seguían siendo ensordecedores, pero Senju no vio ninguna herida en su cuerpo que respondiera a la cantidad de sangre sobre la que estaba arrodillado.