La dulce brisa

229 20 1
                                    

Snape, yendo al salón de donde salía el murmullo de los alumnos, estaba contrariado.

No solamente atacaba su orgullo el que su plan con el Pensadero, aunque correcto, no resultó como quiso, sino que le disgustaban las imágenes que evocó. Lo peor fue que sucediera sin su control, un golpe para él, que tenía como virtud controlar todo.

Le molestaba desde otros puntos de vista: Uno era el de la sorpresa, al no imaginar que sus pensamientos subyacentes atraerían recuerdos sobre Granger, y otro era que la presencia de ella lo mortificaba... Snape nunca había puesto los ojos en una alumna por más agraciada que se le reconociera y por supuesto jamás pondría atención en Granger, excepto para hacerle ver lo insoportable que era. Pero que sus imágenes invadieran y más, que le hubieran causado emociones, era un problema que se salía del mundo de Snape, haciéndole suponer la existencia de verdades que censuraba.

Pero no evadía sus problemas y así se dijo que sin la válvula de seguridad del Pensadero, que permitía extraer recuerdos al margen de otros pensamientos, en su exploración interfirieron ideas donde estaba, increíblemente, la Gryffindor, y eso había qué aceptarlo para resolverlo.

No era sencillo, porque sus emociones se involucraban. Contradictoriamente fue por ver a Granger desde los ojos de quienes no tenían en ella interés amoroso, sino de personas en quienes ella sencillamente confiaba. Más todavía, eran memorias sin censura, a diferencia de las que habría creado él,  asegurándose que sus recuerdos fueran desagradables... Enfocada en un ambiente de confianza que llevaba a la Gryffindor a bajar sus barreras diarias, Snape se había visto de frente a una verdad, porque, le susurró una voz que no deseaba oír, tranquila, por debajo del barullo de su incomodidad... No te mientas, Severus, en el fondo... A ti siempre te ha agradado Granger.

Por eso la has maltratado, para negar que te agrada y para alejarte... Snape censuró esa idea y entró al aula, rebelándose a tales conceptos, tachándolos de tontería, de intoxicación típica de objetos mágicos como el Espejo de Oesed, que evitó desde estudiante. Necesitaba enfocarse en esta lección, en la búsqueda de los recuerdos de Ryddle, depurar sus pensamientos, estuviera Granger o no por debajo de las reflexiones principales.

Se hizo el silencio cuando entró al salón, seguro de sí como siempre, y algo en aceptar el problema en que se hallaba lo llevó a ser sincero. ¿Por qué Granger no iba a agradarle a quien supiera entenderla? En las horas cotidianas Granger se revelaba como una joven de sentimientos profundos, de pensamientos maduros, de emociones sólidas; una chica que no la dominaba el vaivén de una volubilidad. No aparecía con un drama en cada vuelta de esquina. No decía querer algo y al otro día, ya no desearlo. No aceptaba amor y después lo criticaba. No aseguraba amar y después lo olvidaba. No mostraba interés en una persona y enseguida se distanciaba. Era sincera, sin trasfondos. Poseía un encanto entrañable. Y a través de sus ojos brillaba la profundidad de su corazón.

Granger era conocida, pero no íntimamente. Los estudiantes la miraban como a una amiga, una hermana, una enemiga, prefecta y Club de las Eminencias, pero no como a una persona en su complejidad.

Y Snape había sentido que la vio como a una persona. Como a una persona desde que no la enfocó desde su prepotencia de Slytherin; cuando vio a Granger sin el desdén que él lanzaba a todo mundo. Por eso ahora, en su enojo y rechazo, interfería la sonrisa de Granger y lo sumía en reflexiones.

Por verla así, le había dicho que lamentaba lo que dijo cuando chocaron, aunque para eso tuvo que rendir su arrogancia. Lo hizo, porque la revelación fue de tal magnitud que Snape se había descubierto como los demás; idéntico a los que consideraba tontos. Había interpretado a Granger como a una chica soberbia, pedante, abrumante, irreal. Etiquetas y solo etiquetas. Como las que se ponen sobre personas por estar dentro de un rango de edad; por haber nacido en alguna parte del mundo. Las etiquetas convertían a las personas en aquello a que se pone etiquetas: Mercancías. Cosas que se manejan. Es más fácil reducir a objetos, que tratar como a personas, porque quien etiqueta cree que se libera de sentir. Reduce su gama de sentimientos a tres o cuatro reacciones simples y repetitivas. Etiquetas que niegan los rostros. Y Snape, por una vez, no quiso poner etiquetas.

El ladrón del PensaderoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora