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—Te noto un poco inquieta—bromeó Lafcadio. La gata se detuvo y, como si el comentario de Lafcadio la hubiera agobiado más, le dedicó un gruñido corto—Vale, vale, lo he pillado—rodó los ojos y volvió a mirar al libro—. Ya te dije que no tienes por qué preocuparte, aún hay tiempo de sobra.

La puerta se abrió con tanta intensidad que se estampó contra la pared y de ella entró el Capitán. Se le notaba cabreado y la fuerza con la que sus pisadas resonaban en la vieja madera del barco lo afirmaban. Se sentó en la silla de su escritorio y resopló.

—No os voy a poder llevar hasta tierra—comentó—. No me puedo arriesgar, lo siento.

La gata se giró colocándose delante del escritorio y, saltando sobre la superficie de la mesa, bufó al Capitán. Los colmillos resaltaron en su boca, los ojos le brillaron con ira y las uñas se mostraron en sus extremidades delanteras de manera amenazadora. Lafcadio se levantó rápidamente de la silla y agarró a la gata por la piel del cuello.

—¡Quieta fiera! —gritó—. Nos las apañaremos, ya ha hecho bastante en dejarnos subir al barco sabiendo el peligro que había—sonrió Lafcadio al Capitán mientras seguía sosteniendo a la gata furiosa en el aire.

El Capitán, que se había puesto en alerta en cuanto vio a la gata abalanzarse sobre él, aguantó el mal genio todo lo que pudo, sin embargo, el estrés por el que llevaba sufriendo desde que comenzó la travesía estaba siendo demasiado para su paciencia.

—Escúchame bien, princesita—dijo con sorna, alzando la voz y apoyando las palmas de sus manos contra la mesa—, me caes bien, sé que tienes prisa, y también sé que no te puedes permitir fallar, pero yo ya he hecho todo lo que podía. No eres la única que puede perder algo con todo esto—miró a Lafcadio y después volvió a centrarse en la gata.

El felino se tranquilizó y dejó de intentar zafarse del agarre. El Capitán, se acomodó en el sillón y la tensión comenzó a disiparse. Lafcadio soltó a la gata.

—¿Estamos todos tranquilos? —preguntó Lafcadio dedicando a ambos una sonrisa. Recibió como respuesta un breve maullido de la gata y una leve inclinación de la cabeza del Capitán—. Perfecto, ahora vamos a buscar otro plan para que esta adorable bestia—señaló a su compañera de cuatro patas— y yo lleguemos a tierra antes de esta noche.

El Capitán sacó de un cajón de su escritorio un mapa. Apartó con una mano un montón de papeles que estaban sobre la mesa y extendió el mapa a lo largo de la superficie. Se quedó pensativo durante unos segundos, analizando las líneas y notas que cubrían el papel hasta que, finalmente, señaló una zona con el dedo.

—Aquí—indicó—, es el único sitio donde puedo dejaros, pero no sé si te gustará la idea Laffy.

Lafcadio miró el mapa concentrando su atención en la zona señalada, frunció levemente el ceño e intentó ocultar su inconformidad.

—¿Solo podemos ir ahí, seguro? —preguntó sin apartar la mirada de la zona señalada. El Capitán volvió de nuevo a revisar y comprobar las rutas.

—Lo siento chico, solo os puedo dejar cerca de ahí—lamentó—. No os puedo llevar conmigo a puerto, sería muy arriesgado y no tengo forma alguna de colaros en la capital. Mi socio no contaba con un hombre más, y menos con una gata.

—¿Y si esperásemos a otro cargamento?

—Imposible, el próximo barco seguro no llegaría hasta mañana de noche.

—Es decir, que con un bote solo llegaríamos precisamente a esa costa, genial—dijo irónicamente.

—A partir de allí solo tendréis que seguir hacia el este y, si no os perdéis por las dunas, llegaríais antes del anochecer a los caminos que comunican cada ciudad. Podréis entrar por la puerta central, no sé qué familia controla esta zona de la capital, pero es vuestra mejor opción.

El Octavo DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora