3

12 1 0
                                    


Era la segunda vez en menos de cinco minutos que evitaba que una mochila me decapitara.
Sí, una mochila; siendo lanzada de una punta a la otra del aula por mis inmaduros compañeros, así como cualquier otro elemento que fuera lo suficientemente grande como para causar daño. La clase se convirtió en un campo de guerra, en donde borradores, estuches, tizas y cuadernos se transformaron en granadas. Y nosotras, las siempre más maduras mujeres, partícipes involuntarias del combate. 

Los viernes, el ánimo en la escuela solía ser más agitado y festivo dado que se aproximaba el tan esperado fin de semana. Pero ese viernes estaba completamente fuera de control. 

—¡¿Pueden detenerse ya?! —gritó Maia cubriéndose la cabeza con su bolso—. ¡¿Cuánto tienen, ocho años?! 

—Ni mi hermanito de cinco se comporta así en el jardín de infantes —dijo Valeria. 

—Imbéciles. Después se preguntan por qué preferimos salir con hombres mayores. 

Las palabras de Maia fueron apagadas por el estruendoso sonido de una lámpara desprendiéndose del techo y haciéndose añicos en el suelo. 

—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —vociferó la profesora de matemáticas, pasmada en la puerta del aula al ver la desastrosa escena. Por supuesto, nadie dijo una palabra, por lo que a falta de un culpable todos pagamos las consecuencias—. Nadie saldrá al receso después de mi hora. Y si protestan, el castigo será peor —nos advirtió cuando comenzaron las quejas—. Y, por favor, que alguien vaya a buscar al personal de mantenimiento para que limpie este desastre.

La mayoría de las chicas levantaron la mano de inmediato. La profesora se quedó sorprendida ante esa curiosa reacción a su solicitud. 

—Bueno, vaya... nunca había tenido tantas voluntarias para atender un recado. No tengo idea a qué se deba tanta amabilidad repentina, pero dado que solo dos alumnas no han levantado la mano... Rosenfeld, por favor —pronunció mi apellido y me indicó la puerta con un movimiento de su mano. 

—¿Por qué yo? —No pude evitar preguntar. Teniendo a la mitad de la clase a su disposición, ¿tenía que escogerme a mí, que no me había ofrecido? 

—¿Y por qué no? —me retrucó. 

Decidí no seguir discutiendo. Tenía buenas calificaciones en su clase, pero tampoco como para darme el lujo de ponérmela en mi contra. Así que me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. 

—Puedo ir yo, profesora —se ofreció Daniel, sorpresivamente—. Después de todo, creo que sabe que fuimos los chicos los responsables de todo esto. Lo justo es que me haga cargo en nombre de todos. 

Me giré para mirarlo, sin poder creer que estuviera admitiendo la culpa de lo que había pasado. Y no era la única; sus amigos tenían la misma expresión confundida que yo. 

—Es muy noble de su parte asumir su responsabilidad en el hecho, Izaguirre —le dijo la profesora desde su escritorio—. Pero ya tendrá tiempo de enmendarlo después de mi hora, cuando vaya con el resto de sus compañeros a la oficina del director.—Las miradas asesinas de todos los chicos cayeron sobre Daniel. Él tensó la mandíbula y se reclinó en su silla con los brazos cruzados—. Ahora sí, señorita Rosenfeld, si es tan amable.

Esta vez no esperé que me indicara el camino para salir de la clase. 

Mientras caminaba hasta el cuarto de mantenimiento, no podía dejar de preguntarme por qué me había escogido a mí de entre toda la clase. Normalmente no me molestaba hacerles favores a los maestros, pues eso ayudaba a sumar puntos extras. Pero normalmente no me pedían que buscara al tipo de mantenimiento, al cual solo había visto una vez desde que había empezado a trabajar en la escuela y pareció querer asesinarme con la mirada. 

Un pequeño pedazo de Cielo ®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora