Uno

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NORA

Londres amaneció gris y fría. Como cualquier día de otoño en las Islas británicas. Acostada en mi cama, veía por la ventana como las nubes grises oscurecían el amanecer londinense.

Volvió a sonar la alarma de mi teléfono, por segunda vez. Me había despertado antes de la primera alarma, pero no había tenido ganas de salir de las cobijas de mi enorme cama. Pero ya era oportuno levantarse.

Aparté las mantas encima mío. Y cuando mi pie se posó en el suelo frío, un escalofrío recorrió mi espalda. En mi apartamento hacía demasiado frío.

Salí de la habitación. Mi pequeño apartamento estaba lleno de cajas. Me mudaba ese mismo día.

Caminé hasta la cocina, también llena de cajas y me acerqué mi boca al fregadero para beber un trago de agua. Si mi madre me viera ahora, me gruñiría en señal de desaprobación. Diría algo como que una señorita no se comportaría como un camionero.

Se escuchaba el agua correr por todo el apartamento, puesto que estaba todo vacío. En ese momento sonó mi móvil de nuevo, esta vez por la entrada de una llamada. La pantalla iluminada mostraba el nombre de Mamá.

Buenos días — la voz de mi madre resonó por toda la estancia cuando la puse en modo altavoz.

— Hola mamá.

¿Cariño estás segura de que quieres ir?

— Por última vez mamá, y papá se que estas escuchando— podía escuchar la respiración tranquila de mi padre al lado mi madre— si quiero ir. Quiero conocer el lugar donde nací.

Se escuchó el gruñido de mi padre, que hizo eco en mi apartamento. Mis padres no estaban conformes de que abandonara mi vida en Londres solo para mudarme a un pueblo en medio del bosque Nacional.

Dicen que las personas que allí habitan no los trataron bien. Los humillan y desprecian. Sobre todo, a papá, cuando solo era un cachorro. Por ser pequeño y delgado. Yo he visto fotos de mis padres de jóvenes, y nada de lo que era mi padre antes lo es ahora.

Mi padre es un hombre alto y musculoso. Fuerte. Con facciones duras en el rostro. Todos mis ex le tenían un tanto de miedo, y sobre todo mucho respeto. Que pena que ninguno fuera de su agrado, ni del mío al final.

Mi madre por su parte es una mujer dulce y cariñosa. De estatura media. Morena y de piel bronceada. Con ojos grandes de color avellana.

Nora, cachorro. Ten cuidado con esas gentes. No me gusta nada que andes sola por la manda.

— No te preocupes papá. Se cuidarme sola, y se cuando se tiene que sacar las garras, me enseñaste bien. — le sonrío, aunque él no pueda verme. — Os tengo que colgar, debo dejar el apartamento a las diez.

Que tenga un buen viaje cariño, cuando llegues a casa nos escribes, ¿sí?

— Estaba bien mamá, adiós.

Les colgué el teléfono a mis padres y me bajé de la encimera de la cocina. Mis muslos estaban fríos de estar ahí sentada, mi camiseta apenas me llegaba por debajo del ombligo. Agarré mi teléfono y puse a reproducir una de mis playlist favoritas de Spotify para acabar de embalar las pocas pertenencias de mi casa.

Me moví hasta el salón. En medio de él había una pila de cajas y una alfombra del suelo enrollada. Dos de ellas ya estaban cerradas. En la tercera tenía que meter mis fotos, las que tenía distribuidas por todo el apartamento. Mis recuerdos más preciados. Fotos con mis padres, en Londres, Berlín, Milán, París. Fotos con mis amigas de la universidad y las pocas que me quedan del barrio donde me crié, aún mantenía el contacto con alguna. Pero nunca fui de tener muchas amigas. Fotos de mis viajes. En una de las paredes del salón había una gran foto colgada. Era yo en medio de las puertas del cielo de Bali. El Pura Lempuyang Lahur. Uno de los viajes más apasionantes y espirituales que he hecho en mis veinticinco años de vida. Pero ahora todo eso estaba guardado en una caja, esperando un nuevo sitio en el que lucirse. Cerré la caja con cinta adhesiva.

Selva NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora