capitulo 15pt2

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—Diga.

Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:

—¡Ford en su carromato! Voy enseguida.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bernard.

—Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco —dijo Helmholtz—

. Dice que el Salvaje está allí. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?

Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.

—¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando —agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.

Los Deltas le miraban con resentimiento.

—¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo entendéis? —repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces —prosiguió, sonriendo— yo os lo enseñaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.

Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.

Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.

—Está loco —susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas—. Lo matarán. Lo...

Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.

—¡Ford le ayude! —dijo Bernard, y apartó los ojos.

—Ford ayuda a quien se ayuda.

Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.

—¡Libres, libres! —gritaba el Salvaje.

Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.

—¡Libres!

Y vio a Helmholtz a su lado —«¡el bueno de Helmholtz!»—, pegando puñetazos también.

—¡Hombres al fin!

Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.

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