capitulo 5 pt3

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Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.

«¡Maldita sea, llego tarde!», exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la hora. «Ford» cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. «Ford, Ford, Ford...» nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.

El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.

Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.

Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:

—¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electromagnético?

Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.

Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.

Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana. ¡Morgana! ¡Ford!

¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas... ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!

La última en llegar fue Sarojini Engels.

—Llega usted tarde —dijo el presidente del Grupo con severidad—. Que no vuelva a ocurrir.

El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos —casiviento y supercuerda— que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno


de Solidaridad. Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.

El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: «Bebo por mi aniquilación». Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:

Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo, como gotas en el Río Social;

haz que corramos juntos, rápidos como tu brillante carraca.

Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: «Bebo por el Ser Más Grande». Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:

¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social, a aniquilar a los Doce-en-Uno!

Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra vida más grande apenas ha empezado.

Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna... Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda. «Bebo por la inminencia de su Advenimiento», dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. «Bebo por la inminencia de su Advenimiento», repitió éste en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar —se dijo—. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.

La copa del amor había dado ya la vuelta. Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:

¿No sientes cómo llega el Ser Más Grande?

¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!

¡Fúndete en la música de los tambores! Porque yo soy tú y tú eres yo.

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