capitulo 10 pt2

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aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard caminaba a su lado.

—Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.

—¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te reconocí, Tomakin; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakin? Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te acuerdas de mí, Tomakin? —repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor—.

¡Tomakin!

Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.

—¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa...?

—¡Tomakin!

Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.

Se levantó una incontenible oleada de carcajadas.

—¿...esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.

Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.

—¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—. ¡Me hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.

Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.

—Sí, un crío... y yo fui su madre.

Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las manos, sollozando.

—No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Siempre... No comprendo cómo... ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakin...! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí.

—Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—: ¡John!

John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:

—¡Padre!

Esta palabra (porque la voz «padre», que no implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse insoportable. Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director!

¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros


parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!

Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.

¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.

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