capitulo 13 pt2

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sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer alguna cosa.

—Pero, ¿por qué consideras necesario...? —empezó Lenina.

Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada... bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.

—En Malpaís —murmuraba incoherentemente el Salvaje—, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas... Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.

—En Inglaterra no hay leones —dijo Lenina en tono casi ofensivo.

—Y aunque los hubiera —agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho—, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. —Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes. Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo desearas.

—¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! —dijo Lenina, asombrada—. No es necesario.

—Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

—Pero si hay aspiradoras...

—No, no es esto.

—... y semienanos Epsilones que las manejan —prosiguió Lenina—, ¿por qué...?

—¿Por qué? Pues... ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo...

—¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones...?

—Para demostrarte cuánto...

—... o con el hecho de que los leones se alegren de verme? Lenina se exasperaba progresivamente.

—... para demostrarte cuánto te quiero, Lenina —estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

—¿Lo dices de veras, John?

—Pero no quería decirlo —exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía—. No quería decirlo hasta que... Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

—¿Se qué?

De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

—Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

—¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

—Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae...

—¿Cómo?


—También así lo dice Shakespeare. «Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito...»

—¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. —Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca—. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

—Te quiero más que a nada en el mundo.

—Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías —exclamó Lenina; y su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John— en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

—Si no te quisiera tanto —dijo—, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. «¡Oooh!

¡Oooh!», la estereoscópica rubia, y «¡Aaah!, ¡aaah!», el negro super-real. Horror, horror, horror... John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

—¿Por qué no me lo decías? —susurró, apartando la cara para poder verle. Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

«Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado —tronaba poéticamente la voz de la conciencia—, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!», decidió John.

—¡Tontuelo! —decía Lenina—. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no...?

—Pero, Lenina... —empezó a protestar John.

Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

—¡Lenina! —repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

—Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

«Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres...» Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones... «Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario...»

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

un mundo felizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora