capitulo 17 pt2

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de todas las demás pérdidas». Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo.

¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?

—Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? —preguntó el Salvaje.

—No, yo creo que probablemente existe un dios.

—Entonces, ¿por qué...? Mustafá Mond le interrumpió.

—Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente...

—¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.

—Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.

—Esto es culpa de ustedes.

—Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...

El Salvaje le interrumpió.

—Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios?

—Pero la gente ahora nunca está sola —dijo Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.

El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.

—¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? —dijo el Salvaje, al fin—:

«Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los ojos», y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está herido, agonizante: «Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy». ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?

—¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hijo. «La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy». Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.

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