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POV CALLE

Siempre he tenido un temperamento volátil. Una vez, en segundo grado, mi padre tuvo que venir a recogerme del colegio antes de tiempo desde la oficina del director. Había pateado una estantería en clase porque faltaba la taza de pudín en mi lonchera. Algunos dirán que es una reacción exagerada, pero bueno. Cuando esperas chocolate, la ausencia de chocolate es inaceptable. Es un hecho básico.

¿No tengo todo el derecho de abofetear a esta bastarda engreída?

¿Quién exige una esposa como contingencia a un contrato deportivo?

Eso es una locura.

¿También es una locura? El hecho de que cuando entré en la sala de conferencias y vi a la armadora implacablemente hermosa, la que atormentaba mis sueños anoche, mi primera reacción fue de emoción. Comenzó en la coronilla de mi cabeza y bajó hasta los dedos de los pies, dejando un rastro de fuego tras de sí. La forma en que me observa con los ojos pesados, con su cuerpo preparado para moverse en todo momento, toca un lugar muy dentro de mí. Me hace doler, me hace querer olvidar que no confío en los atletas.

La bofetada que le doy en su cincelado rostro es un recordatorio para las dos. Además, es una reprimenda por tratar de atraparme. Por utilizar su influencia para dirigir mi vida en una dirección que no he elegido.

El sonido agudo resuena por el pasillo vacío y alfombrado.

No reacciona como esperaba.

Espero que me llame loca o que retroceda conmocionada.

Pero sin perder el ritmo, María José se adelanta, me agarra de las dos muñecas y me lleva hacia atrás, inmovilizándome contra la pared. Lo suficientemente fuerte como para hacerme jadear. Su boca se mueve abierta y caliente por mi cuello, luego vuelve a subir para respirar mi nombre con fuerza en mi oído. Se acerca a mi boca y me besa con fuerza. Posesivamente.

La lengua de María José recorre la mía, sus pulgares presionan los pulsos de mis muñecas, las caderas me encierran entre ella y la pared. Se balancea dentro de mí, dejándome sentir la enorme silueta de carne detrás del sus pantalones. El beso es descarado, sexual. Frenético. Y me arrastra en su rápida corriente, exigiendo participación.

Señor, oh señor, sabe bien. Nuestro beso tiene este tirón y empujón perfectamente succionado, dar y recibir, y antes de que sepa lo que estoy haciendo, abro la boca en una invitación vergonzosa, gimiendo por más de su invasión. Frotando mis pechos en la parte delantera de su impecable camiseta blanca, mareándome cuando mis pezones se enroscan.

Justo cuando empiezo a preguntarme si una mujer puede alcanzar el clímax solo con un beso, Poché se separa. Me coge la mandíbula con la mano, la aprieta ligeramente y me levanta la cara. Nunca he sido más vulnerable físicamente en mi vida que en este momento, atrapada entre este atleta en su mejor momento y un lugar duro, mi cuerpo debilitado por el beso, la mandíbula acunada perfectamente en su mano.

— ¿Estás tranquila ahora?— me pregunta entre respiraciones entrecortadas.

La palabra “tranquila” enrojece mi visión y empiezo a forcejear, empujando su pecho, solo para que sus caderas me levanten y me aplasten de nuevo, esta vez con ese duro apéndice apretado entre mis muslos. Y sigue sujetando mi mandíbula, no de una forma que duela, sino de una forma que no deja lugar a dudas sobre quién manda. Que Dios me ayude, mis bragas se empapan. La lucha se me va de las manos y gimoteo, frotando mi sexo contra el suyo, con los dedos de los pies curvados en las zapatillas.

—No golpeamos, pequeña. — me dice al oído. —Usa tus palabras.

Esa palabra “pequeña” debería hacerme querer golpear en la garganta a alguien, concretamente a María José, pero no lo hacen. Me roban el aliento. La forma en que me habla es disciplinaria, como si fuera una niña, pero definitivamente no me siento como tal. Me siento más mujer que nunca. Su tono y sus castigos me hacen sentir femenina,
codiciada y sexy. ¿Qué está pasando aquí?

LA HIJA DEL ENTRENADOR (GIP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora