"La sangre de la más bella
Hace surgir el hechizo"
Finn la estaba observando de nuevo. Incluso tumbada en la cama y con los ojos entrecerrados, Blancanieves podía distinguir su sombra en el muro del calabozo. No dijo nada, solo retiró la apelmazada manta que cubría su cuerpo y la dobló sobre el estrecho camastro. Deslizó los dedos entre su pelo, tratando de desenredar los nudos que se le habían formado en la nuca, y a continuación, como cada día, se arrodilló para encender el fuego, moviendo las ramas atrás y adelante, atrás y adelante, hasta que los delgados trozos de madera prendieron. Cuando la leña empezó a arder y calentó sus dedos, Finn ya se había marchado.
Blancanieves extendió las manos, sintiendo el calor. Finn la visitaba algunas mañanas y la contemplaba desde el otro lado de los barrotes, con sus pequeños ojos fijos por encima de su larga y estrecha nariz. Nunca decía nada, y nunca dejaba nada -ni siquiera un plato de comida o una jarra de agua-. Blancanieves se preguntaba si disfrutaba viendo que, pasados los diecisiete años, seguía encerrada en el calabozo de la torre. ¿Sentía remordimientos? ¿Era preocupación? Lo dudaba, ya que era hermano de Ravenna.
Blancanieves se puso un harapiento vestido que le cubrió los pies descalzos. Habían pasado diez inviernos. En cierto momento, había dejado de contar los días y las semanas para prestar atención únicamente a los cambios de estación. Desde la ventana de la celda podía ver las copas de los árboles y conocía cada una de las ramas tan bien como a ella misma. En los meses más cálidos, les brotaban hojas de un intenso color verde que lo cubría todo y mantenían el mismo aspecto hasta el apogeo del verano. Luego cambiaban. El verdor dejaba paso a los tonos dorados y rojizos, hasta que todas las hojas se marchitaban y caían, una tras otra, sobre el suelo duro.
En aquel momento, con los primeros indicios de la primavera en el aire, Blancanieves se preguntaba si ese año sería distinto -si sería el año en que Ravenna acudiera en su busca para terminar, por fin, con su encierro-. Llevaba tanto tiempo allí que ya casi ni se preocupaba por el inhóspito ambiente de la celda. Los muros, siempre fríos y húmedos, olían a moho y solo entraba luz una vez al día, durante algo más de una hora, cuando el sol ascendía sobre los árboles. Entonces, Blancanieves se sentaba dejando que besara su rostro, hasta que desaparecía. Sin embargo, era la soledad lo que la atormentaba. En ocasiones, lo único que deseaba era hablar con alguien, pero solo podía traer a su memoria los mismos recuerdos, añadiendo nuevos detalles, cambiando otros, tratando de recomponer su pasado.
Pensó en su padre y en cómo había descubierto su cuerpo ensangrentado la noche de la boda. Recordaba también la cálida mano de su madre sobre su frente, confortándola antes de ir a dormir. Sin embargo, su mente regresaba siempre a un mismo momento, tan vivido incluso después de tantos años.
Fue justo después de que su madre enfermara. El rey y el duque Hammond los vigilaban desde el balcón del castillo, como hacían algunas veces. William, el hijo del duque, tenía la misma edad que ella y solían jugar juntos, persiguiéndose el uno al otro por el patio o rescatando urracas heridas. Él se había subido a un manzano y tenía el pelo, oscuro y castaño, completamente alborotado. Llevaba un arco de juguete colgado a la espalda.
Blancanieves le siguió, agarrándose con fuerza al árbol para no caerse. Cuando estaban a cuatro metros de altura, William arrancó una manzana de una rama y se la acercó. Era blanca y roja, sin ninguna imperfección en la piel. «Vamos», dijo él con la mano extendida y esperando a que ella cogiera la fruta. Tenía los ojos de color marrón claro y, cuando inclinó el rostro hacia el sol, Blancanieves pudo ver en ellos motitas verdes.
Ella alargó la mano, pero William retiró la manzana y le dio un mordisco. Luego sonrió con esa mueca de Te estoy tomando el pelo a la que estaba tan acostumbrada. «¡Has caído en la trampa!», dijo él y empezó a reír. Blancanieves sintió tanta rabia que le empujó. William perdió el equilibrio y se agarró a ella, arrastrándola en la caída. Al golpear el suelo, ambos se quedaron sin aliento. Permanecieron allí, jadeando, hasta que finalmente uno de los dos rompió a reír. Ya no pudieron parar:Y rieron y rieron, rodando por el suelo. Blancanieves nunca se había sentido tan feliz.
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Blancanieves y la leyenda del cazador
FantasyBlancanieves es la única persona en el mundo aún más bella que la malvada reina Ravenna, deseosa de acabar con ella. Pero lo que la reina no imagina es que la joven que amenaza su reinado ha sido entrenada en las artes de la guerra por el cazador qu...