Prólogo: Doamna Vermilion

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Ocho años atrás
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Sucedió la misma noche en la que lo intentaron matar. Se arrastró por las escaleras, apretándose el desgarre del costado para no desplomarse a medio camino. También tenía heridas en la cara y varias costillas rotas, pero la sangre que manaba de su herida a borbotones era más alarmante. Había llegado a su apartamento y lo precedían charcos rojos por Bucarest.

Se le ocurrió pedir una ambulancia, pero en tales condiciones las averiguaciones serían rigurosas si llegaba al hospital. Cocaína, vodka y se tiró a la cama, hundiéndose en su dolor, que se descompuso a lo largo de las horas en cólera contra el mundo, contra sí mismo y quienquiera que fuera el jodido cabrón que lo había dejado así. Sin nada que perder o algo por lo que luchar, se propuso esperar el inminente destino del mortal, abrigado por una interpretación al violonchelo de algún 𝘢𝘭𝘭𝘦𝘨𝘳𝘦𝘵𝘵𝘰 que no podía reconocer. Venía del piso de abajo, una cafetería. Se sintió como entrando por las puertas del Edén, y en tierra de vivos fue como Nigel tocó el cielo. La música duró hasta entrada la madrugada, un concierto personal que le susurraba en pianos y fortes que ese no era lugar para morir en gracia de Dios. Vertió alcohol en la carne viva, se suturó la piel como remendaría una camisa vieja. La música lo ayudó a sobrellevar la cruel agonía.

Hacía frío en verano y primavera. Hacía frío todo el año. El sol eran copos de nieve besando su rostro. En el trabajo se le iban los días, pero su corazón se lo dedicaba al espejismo de fuego que tocaba el cello, a quien nombró: 𝘋𝘰𝘢𝘮𝘯𝘢 𝘝𝘦𝘳𝘮𝘪𝘭𝘪𝘰𝘯.

La cellista se presentaba de día los fines de semana, así que Nigel, bien vestido, se aparecía en la cafetería y se sentaba frente a la ventana para escucharla tocar. Aunque no estuviera tocando para él, sabía que de alguna forma su alma le pertenecía, que estaban unidos en espíritu porque sus conciertos lo devolvieron a la vida. Le gustaba sentarse ahí para ver pasear a las familias unidas. Nigel no tuvo eso de niño y mucho menos cuando alcanzó la edad suficiente para razonar que jamás merecería una vida como la de los demás. Él tenía golpes cariñosos, tropiezos desastrosos, advertencias que le duraban un año en sanar por completo. Ya no era un matón común, se había convertido en un gángster reconocido por las organizaciones criminales más importantes de Rumania e iba en ascenso, pues gracias a él muchos tratos millonarios se consolidaban, muchas manos se estrechaban y muchas balas se gastaban.

Nigel era un hombre atractivo, de hecho, lo suficientemente guapo para no saber cómo aproximarse por primera vez a una mujer. Todas las personas daban el primer paso con él, pero aquel día fue diferente.

—Hola, preciosa —le dijo una mañana que terminó su presentación.

—Hola —saludó ella, alzando las cejas—. ¿Nos conocemos?

—No —se apresuró a decir Nigel—. Vengo aquí de vez en cuando, me siento cerca de la ventana. La vista es jodidamente increíble desde ahí.

—Sí, me parecías familiar —murmuró ella, las mejillas se le iluminaron del color de su cabello, puso un mechón de este detrás de su oreja. Algo en la presencia del extraño la hacía dudar y al mismo tiempo se sintió hipnotizada por sus ojos y su piel bronceada.

El gángster sonrió con sus incisivos afilados: se había fijado en él. Eso le brindó mayor valía y soltura.

—Asumo que lo sabes, pero tocas como una jod... como una verdadera Diosa. —Nigel se mordió la lengua, no era momento de ser un maldito malhablado. Se rascó la nuca y respiró con fuerza, ese día también conoció el poder de los nervios y comprendió por qué algunos maricas antes de morir se meaban del susto.

Ella se quedó callada, temiendo que el calor en su rostro delatara una sublime verdad. Nigel creyó que la había cagado históricamente, pero la escuchó murmurar un agradecimiento. Se quedó tranquilo, preguntándose si acaso nadie elogiaba su música. El personal de la concertista se aglomeró alrededor de ellos, recogían el equipo y lo disponían en estuches.

—¿Tienes un cigarro? —Una tímida sonrisa figuró en sus finas facciones-. Vamos afuera, aquí no se puede fumar.

—Por supuesto.

La cellista le pidió ayuda para ponerse el abrigo, él pudo distinguir un delicioso aroma frutal de un perfume que se grabó en la memoria. Salieron a la sección de fumadores y se sentaron en una mesa para dos. Él ofreció su cajetilla entera, ella sólo se puso uno entre sus sensuales labios negros, Nigel lo encendió, tratando de comprender cuándo fumar se había convertido en un jodido estímulo sexual. El corazón le latió desaforado. Él también fumó para acompañarla, tenía la certeza de que sus bocas sabían igual.

—¿Desde cuándo tocas? —le preguntó. De su boca se escapó un hilo de humo.

—Desde que puedo caminar y hablar. La música era mi todo cuando era una niña. A mí padre le gusta escucharme. ¿Tú tocas algún instrumento? —habló ella con cierta ilusión.

—No, yo arruino todo lo que toco —dijo en un tono irónico. Ambos se rieron unos segundos, tal vez era una risa nerviosa.
Pensó que para alguien que no conocía nada de música, cualquier cosa sonaría como lo que escuchan en el Olimpo.

Le fue fácil imaginar que quien componía las obras maestras para los inmortales era la misma mujer de corto cabello rojo que lo miraba intrigada y sonreía con dulzura.

El silencio no era incómodo, aunque tenía miedo de parecer un estúpido que no sabía continuar una conversación. Se terminó rápido el cigarro, ella lo dejó consumirse y le daba caladas mientras inspeccionada el no sabía qué que conseguía encandilarla. Ante el escrutinio, Nigel se sintió como un chiquillo, y se podía apostar que en su estómago se alzó una revolución.

—Tu música salvó mi vida —expresó el rumano, cohibido, pero su mirada era directa y cobriza, como el hierro sometido a las llamas.

Ella sonrió y asintió, de nuevo sin decir nada, pero sus ojos se cristalizaron. No sabía a ciencia cierta el significado de esas palabras, sólo le llegó al corazón saber que alguien la escuchaba con el alma.

—Tienes tatuado el cuello —comentó la pelirroja, aún conmovida, mordiéndose el labio inferior-. ¿Qué es?

Nadie se había fijado en su tatuaje, por lo tanto, no estaba acostumbrado a hablar de él. Un extraño escalofrío corrió por su espalda. Entonces se acercó un poco a ella, ladeando la cabeza para mostrarle mejor la figura en tinta.

—Es una chica del cuadrilátero, ¿ves? Está cargando un cinturón de campeón. Me gusta el box y las mujeres. —Podía deducirse que ni siquiera él recordaba la razón de ser de ese tatuaje.

Era una explicación imbécil, sí; sin embargo, ella quedó satisfecha. Recorrió la silueta del tatuaje con el dedo, Nigel cerró los ojos. Ya no hacía frío en verano ni en primavera. Las esmeraldas de la mujer notaron de cerca lo frágiles que eran las venas del extraño. Y llegó a la resolución de que los tatuajes no eran permanentes como decían y que su piel, además de bronceada, era muy suave.

—Se está borrando —le dijo como si fuese una lástima.

—Le falta un retoque, puedo arreglarlo.

La garganta de Nigel se movió y la concertista alejó su mano como si el fuego la hubiese rozado. Un hombre mayor se paró junto a la puerta con un café en la mano. Le hizo una señal con la cabeza a la mujer, ella buscó evitarlo cuando se aproximaba a la mesa.

—¡Gabriela! —gritó el señor, exasperado—. Tenemos que irnos, ya nos están esperando.

—Papá...

—¡Vámonos! —estalló el padre, frunciendo el entrecejo mientras veía a Nigel, quien no arrojaba a ese hombre al otro lado de la ciudad con un derechazo porque ahora sabía que era el padre de la mujer que lo había enamorado.

—Tengo que irme, debo presentarme en el Ateneo Rumano a las siete. Supongo que nos veremos después, eh...

—Nigel —dijo él—. Te veré esta noche, preciosa.

—Puedes llamarme Gabi —repuso, dejando una dulce caricia en el cuello tatuado—. Hasta pronto, Nigel.

Y en ese instante Nigel deseó encomendar su vida a una religión, la de su dama de bermellón llamada Gabi.

Sweet Revenge | SpacedogsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora