Pecados en paralelo II

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Fernanda: "Entre todos los caminos que existen para alcanzar el éxito, siempre se debe de elegir el más placentero"

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Fernanda: "Entre todos los caminos que existen para alcanzar el éxito, siempre se debe de elegir el más placentero".

¿Alguna vez el éxito les ha provocado un sentimiento de culpabilidad? A mí sí; pero, a pesar de ello, de nuevo me encontraba afuera de aquella enorme oficina. Nerviosa, ansiosa y, como siempre, un poco molesta por la mirada incriminatoria de la secretaria. Era obvio que sabía lo que sucedía, pero yo no le ponía asunto; más bien, ya no me importaba –quizá un poco al principio–, estaba consciente de que aquello se me había vuelto una adicción, de esas que te hacen perder la vergüenza ante la opinión de los demás.

Vestía mi mejor traje para las ventas, de color café, la falda me quedaba unos cuatro dedos arriba de las rodillas, resaltaba las curvas de mi cadera y mi trasero. Por otro lado, el saco delineaba de manera muy favorable mi delgadez y mis pechos se veían muy bien dentro de la blusa rosada y tallada de botones que portaba. ¡Tac, tac, tac, tac! El sonido efímero que emitía con mi tacón derecho en el piso era una señal obvia de que estaba impaciente por empezar mi planeada reunión.

–Adelante, señora Fernanda, puede pasar ahora –dijo la "refinada" secretaria, regalándome una de sus clásicas sonrisas hipócritas.

Entré cautelosamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Mi piel se puso eriza, como si un chiflón de aire hubiera invadido la oficina en el justo momento en que ingresé. Allí estaba él, como era costumbre, sentado en su flamante escritorio: un hombre maduro de cuarenta y cinco años, muy inteligente, de cabello canoso y con un bigote bien recortado y varonil que le daba un toque interesante a su rostro semi arrugado. Se trataba de Don Rogelio Acosta, dueño de una importante empresa multinacional. Todo mi éxito como ejecutiva de ventas se lo debía a los grandes contratos que había firmado con este magnífico cliente, que desde el principio se interesó más por la vendedora que por los servicios que mi empresa le ofrecía. Él se encontraba observando la ventana con una mirada un tanto perdida, luego la desvió hacia mí y sentí el impacto de sus hechizantes ojos azules electrizándome el cuerpo.

–Adelaida, por favor que nadie me moleste mientras estoy acá con la señora Fernanda –ordenó a la secretaria presionando el intercomunicador.

–¡Como usted diga, Don Rogelio! –contestó la máquina emulando la voz de la susodicha.

La vista del importante cliente se dirigió de nuevo a mi humanidad.

–¡Fernanda, qué gusto me da verte! ¡Siéntate por favor! –dijo haciéndome un ademán–. Anda, cuéntame... ¿Qué me traes?

Su tono de voz era muy profesional, y cada vez que se dirigía a mí me observaba directamente a los ojos. Me senté frente a él, no sin antes poner mis carpetas sobre el escritorio, esbocé una sonrisa, crucé mis piernas y me hice con la silla hacia atrás, lo suficiente para exhibirle mis muslos. La experiencia me había enseñado que ese lenguaje corporal era una forma efectiva de obtener la atención inmediata del cliente. Hablamos quizás por unos treinta minutos sobre los beneficios que le brindaría el nuevo paquete de servicios telefónicos que recientemente había adquirido su empresa para la nueva sucursal que acababa de abrir en las afueras de la capital. Durante todo el tiempo se mantuvo observándome, atento; recorriendo, sin duda, cada una de las curvas de mi cuerpo, especialmente las de mis piernas. La tensión crecía entre nosotros. La verdad era que lo que estábamos hablando se lo habría podido detallar fácilmente con una simple llamada telefónica; pero, todo lo que estaba relacionado conmigo, él prefería atenderlo de la manera más personal posible.

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